Note su sonrisa de burla, era absurdo que después de tanto tiempo mi amigo José Alfredo Macías, siguiera visitando el mismo antro, quizás ni siquiera en la ciudad se encontraba. Me invadio a mi también la gracias de que un borracho es capáz de cruzar por su mente cualquier tontería.
– ¿Y es por tu amigo que estas triste? -intimido
– No.
– ¿Un amor?
Sonreí casi sin ganas, llevándome un trago de cerveza a la boca. Mire fijamente a sus ojos, su vista penetraba como si quisiera adivinar mis pensamientos. Esta chica estaba dispuesta a descubrir mi pena, lo notaba en sus ojos, en su mirada insistente.
Asentí con la cabeza y la mire a los ojos, después mire sus carnosos labios sintiendo el enorme deseo de morderlos como aquel recuerdo de mi amada.
– Cuéntame, a eso me dedico -dijo acercando su rostro al mió- A nosotras, las que trabajamos en esto, nos llegan infinidad de historias que hasta podría escribir un libro de decepciones amorosas. Nos topamos cin un sinfín de melodramas que en ovasiones nos parecen historias de terror, otras veces de suspensos, y otras pues son pura fantasía.
Y en verdad necesitaba desalojar tanta amargura que llevaba en mi pecho; di un trago a mí cerveza y ella hizo lo mismo con la suya.
No recuerdo cuanto tiempo quede en silencio, tal vez un instante que en mi profundidad fue una eternidad, en la que no sabía como empezar, por donde reconstruir aquel momento de vida que había marcado en mi cerebro y mi corazón. Existen historias que cuesta trabajo comenzar por ese principio, un principio del cual no hay marcha atrás.
Observe los cuadros sobre la pared, los anuncios de bebidas, los espejos; continuaban las tres mesas de billar, recordé al instante cuando Pepe me enseñaba la técnica del juego de billar, por cierto que admiro su paciencia, ya que nunca llegue a igualarlo, aunque me divertía mucho.
De pronto sentí un escalofrió que no me fue indiferente al sentir que su mano tomaba la mía, sin malicia, como si fuera una amiga de infancia. Yo la mire y le sonreí mientras ella correspondía a mi sonrisa. De nuevo insistió, como lo presentía.
– Vamos, cuéntame- acariciaba mi mano y mi reloj- ¿Cómo se llamaba?, ¿Andrea? ¿Adriana?
– No, ¿por qué?
– Por la cicatriz que llevas en la muñeca en forma de “A”.
Vaya que era inteligente, más de lo que supuse, ahora no quedaba de otra más que confesar, o ella sola se encargaría de sacarme la sopa. Seguí bebiendo mientras ella encendió un cigarrillo, me ofreció uno y lo acepte, nose porque, no es de mi costumbre fumar; me ofreció lumbre con su encendedor y dando una exhalación mi interior se contaminaba.
– Esta bien, mujer. Te voy a contar.
Esta vez no sonrió, se quedo sin expresión, atenta a lo que le iba yo a decir.
Autor: Martín Guevara Treviño
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