No nos creíamos en tan avanzada edad hasta que comprobamos que, efectivamente, no podíamos movernos. En ese momento todos sentimos el deseo de volver a ser niños, de volver a ser pequeños seres que correteaban por las calles del pueblo, hormigas que podían cargar cuanto peso se les pusiera encima, cuanto trabajo se les interpusiera en su camino. Recordamos los momentos en los que las aventuras que vivíamos eran tan placenteras, que todo parecía ser perfecto. Luego, más tarde, avanzado el tiempo y nosotros en edad, nos dimos cuenta de que nada era perfecto, nada podía ser perfecto si todo se estropeaba con el paso del tiempo. No podíamos pensar que nosotros fuésemos a terminar igual que un árbol, igual que un gato, igual que un tigre, igual que un río. Todos secos, todos viejos, todos consumidos por el incansable tiempo…
Volvimos a mirar hacia delante, y vimos lo que había pasado: ahora éramos otros, éramos personas hechas, estábamos completos, no nos faltaba ningún dato que por aquellos años evocados no conocíamos. Habíamos vivido. No teníamos fe, no éramos cristianos. Pero creímos en los milagros…
“Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro”.
Albert Einstein (1879–1955; físico alemán)