Lloraba, por aquel entonces, la ausencia de alguien esencial en mi vida. Habían pasado diez años, casi exactos, desde que la dama negra se llevara a la dama blanca que dormitaba en la cama de mi madre, contando yo entonces tres años de edad, recién entrado en la vida, conociendo a la muerte en persona. Pero ese día, ya lejano, mi edad había avanzado, como el tiempo, a trece años, y los únicos recuerdos que guardaba de esa mujer que me dio vida, sólo fotos, se sucedían ante mis ojos. Y lograba ver, entonces, a través de la humedad que cubría mis pupilas, la verdad. Lograba encontrarme con su mirada, detrás ésta del papel fotográfico marcado por mis huellas dactilares de tanto apretar la angustia que se forjaba en mí, y me decía tan sólo con mirarme: no te preocupes, hijo mío, yo cuidaré de ti, mírate entre los hombros, más allá de los pulmones, más allá de la caja fuerte, y dile a tu corazón que me abra la puerta, así estaré contigo, así me tendrás siempre dentro.
Miré entonces mi pecho, escarchado de tristeza, y pude ver el colgante de oro que siempre, siempre desde que ella no estuvo a mi lado, me había recordado los buenos momentos con Mamá. Rodaron dos perlas por mis mejillas y noté dentro de mí la sensación de que alguien las agarraba, y con la misma suavidad que se deslizaban, me susurraba:
“La vida de los muertos consiste en hallarse presentes en el espíritu de los vivos”.
Marco Tulio Cicerón (orador romano).