Cuando el alba alcanzó su lugar, Venancio, el Errante, ya andaba por las calles de un pueblo dormido. A esas horas tan solo hacían acto de presencia los eternos jornaleros que con la capaza en una mano y la mandangueta en la otra, se disponían a lidiar un nuevo día con los avatares de sus tierras. Venancio parecía un material silente que vagaba por las calles, si más destino que el de desgastar sus zapatos. En su bolsillo descansaba aquel prolijo billete. No había pegado ojo en toda la noche pensando en las cosas que podría hacer con él. Cada vez que se le ocurría una buena utilidad en la que emplearlo, acudía a su cabeza una escusa ecuánime, mostrándole la desventaja de desempeñarlo en dicho fin.
En mitad del trayecto se detuvo para contemplar la majestuosidad del Castellar, con sus verdes pinos desperezándose mientras que pequeñas gotas de rocío, como guirnaldas de mercurio líquido, se deslizaban por sus penachos. En aquel momento el pueblo entero adquiría aquel aroma sinuoso y embriagador, empujando a las primeras golondrinas a continuar su laboriosa labor de cañas y barro. Emprendió la marcha hacía las afueras del pueblo. Mientras atravesaba los llanos con viñales, pasaba sus escarchadas manos sobre las pámpanas y luego se refrescaba la cara con las lágrimas del alba. Sin darse cuenta había llegado hasta el “Pasico Ucenda “ya todo eran montes y viñales. El sonido del arroyo sonaba esplendoroso en esas horas de silencio, y sus aguas cristalinas de arroyo semivirgen, humedecían el valle entre rocas y enebros. Llegado hasta allí, Venancio, el Errante, se desnudó y se lanzó a lo profundo de la poza. Su cuerpo despertaba al instante bajo las tenues cuchillas de aquella agua helada. Después de nadar un buen rato, salió del agua y dejó que su cuerpo se secara sobre una piedra bajo el primer sol del día. Ahora ya estaba en plenas condiciones para pensar en lo que hacer con el billete.
Nada, no se le ocurría absolutamente nada. Pensó incluso en deshacerse de él, pero la ansiedad se instauraba en su pecho al pensar esa posibilidad y la descartaba al momento. Entonces volvió al pueblo cabizbajo mientras que la mañana continuaba abriéndose paso por aquel entramado de pinos y viñales.
A mitad del camino, justo cuando había un silencio tal que sólo se escuchaba el batir del viento por los campos, Venancio, el Errante, fue asaltado en mitad del camino por dos tipos. No hubo palabra alguna, los dos individuos comenzaron a golpearle. Le dieron varias patadas en el costado y en la cabeza, hasta que de su boca comenzó a emanar la sangre. Con Venancio el Errante inconsciente en el suelo, los dos vándalos registraron sus ropas y le despojaron de todo cuanto llevaba. Después, ocultaron el cuerpo inconsciente tras los helechos de la cuneta y se marcharon dejándolo allí como un eccehomo.
Horas más tarde, Venancio, el Errante, despertó con un fuerte dolor de cabeza y echándose mano al bolsillo descubrió que el billete había desaparecido.
Continuara…