Una rueda consta, digamos, de ocho ejes; ocho mínimas baldas de madera que la aprehenden firmemente a un eje que funciona como centro, estando unida así a otra estructura superior; tal vez un carro, una cuádriga o cualquier otro vehículo que necesitara de ella. Ambos aditamentos –el eje y la estructura a la que se conecta- son, sin embargo, absolutamente prescindibles, toda vez que bastaría con un rudimentario objeto esférico para que pudiésemos hablar de la existencia de la rueda. En este último caso, considerando la posibilidad autónoma del objeto, cabría preguntarse, claro está, sobre la utilidad de su desnudez, sobre la necesidad de contar con un óvalo único y desaprehendido, posible y ponderable por sí mismo, no como medio para otros fines –digamos el transporte-, sino como ente suficiente y único. La valoración, suponemos, no sería especialmente positiva. Así las cosas, más allá del juego infantil y otras juiciosas trivialidades, por lo general la rueda cumple con disciplina feroz su labor subordinada, manteniéndose en su encaje, compartiendo andanzas indiferentes con otras tres ruedas igualmente anodinas. Renuncia por ello a su individualidad, a su aislamiento primero, para agarrotarse a la supraestructura sin remedio, abandonándose a esta unión hasta que el carro sucumbe y su función deja de tener sentido o hasta que es ella quien se destruye por el peso o el desgaste, siendo sustituida entonces por alguna otra réplica sin que el carro se resienta más que por la pausa obligada en su travesía. Podría suceder, sin embargo, que en el abrupto transcurrir, en el topar constante con la irregularidad del terreno, la rueda, en un respingo, se suelte del eje y se vea libre aunque sea por unos instantes. Supongamos para ello una cuesta empinada y vertical, un descenso precipitado y frenético. Cabría suponer que en esas circunstancias habría cierta irregularidad zigzagueante en los primeros pasos de la rueda, como corresponde al caminar incipiente de quien se separa de las manos que le dirigieron hasta entonces. Se sacudiría por delante y por detrás, oscilando sin rumbo fijo, a punto de volcar y toparse de lleno con la dureza de un terreno que antes casi acariciaba superficial, llevada por el seguro y constante fluir del carro. Entonces, en el caprichoso devenir de las posibilidades, quizá la rueda podría caer, o tal vez seguir con su descenso, adquiriendo para ello habilidades que poseía y que, a su vez, había cercenado de su conciencia de sí misma. Avanzaría ahora orgullosa y decidida a descubrir -a pesar del roce hiriente de la zarza, del golpear de los chinarros, del viento feroz que pareciera insuflarle ánimo a la vez que la sacude, y de otros incontables obstáculos- qué hay más allá del final, del límite que firma tajante la raya nunca regular del horizonte. Sin embargo, está destinada a caer, porque al fin y al cabo esa independencia frenética debe tener un final. Cuando éste llegue, su futuro incierto se resolverá en una dicotomía certera; yacerá desvencijada en la cuneta o volverá a ser asida al carro con cierto hastío del aparcero o del piloto, quien debió caminar largo trecho para reencontrarla. En ambos casos, sea cual fuese el final, la rueda nunca volverá a ser la misma. A su apariencia harapienta, repleta de briznas y barro, con la superficie rasgada por lapidaciones y cortes, se sumará un extraño aspecto satisfecho, impúdico y perceptible, que exhibirá orgullosa ante sus iguales o le servirá para aliviar su finita existencia de objeto caduco. En ambos casos, como feliz epílogo para lo intrascendente, como grito propio y callado, ya nadie podrá arrebatarle la verdad de que, por fin, consiguió por sí misma ser una rueda.