«No te vayas» era un pequeño pueblo provincial fundado por un grupo de hombres y mujeres que decidieron emigrar de grandes ciudades por que no les convencían los contactos esporádicos con otras personas, ni caminar apurados, ni las bocinas, ni el olor a humedad mezclada con cemento en las tardes calurosas y mucho menos la certeza de que resultaba cruzarse dos veces con el mismo hombre o mujer resultaba una de las empresas mas difíciles
El poblado tenía la particularidad de estar habitado por personas extremadamente afectivas y tristes que habían perdido, en alguna oportunidad algún ser querido, por lo que, desde la comisión directiva habían decidido levantar viviendas en coordenadas geográficas que la muerte aún no conociera y por lo tanto, la expectativa de vida de los pobladores ascendería aproximadamente a unos ciento ochenta y siete años aproximadamente, todo dependía de la destreza de ésta para encontrarlos.
Tambien poblaban el lugar personas que, aunque no fue la muerte quien se llevó su ser querido, tampoco supieron mas nada de él (o ella) entonces sentían la perdida de una forma similar.
Sumergidos entonces en un inhóspito rincón serrano, desde la oficina de obras públicas habían decidido hacer solamente calle, la misma tuvo la forma de espiral inspirados en la silueta que presenta el repelente para mosquitos (algunos solemos decirle Raid). Dicha calle tenía una sola mano, es decir, que estaba premeditadamente construida de tal forma para que nadie pudiera salir del lugar y por ende, los pobladores originarios se garantizaban no volver a extrañar a nadie por que nadie encontraría el camino de regreso. La calle la llamaron «gracias por venir»
Además, desde el cartel de entrada al pueblo, que rezaba: «Bienvenido, usted esta entrando a su casa», hasta la plaza principal que fue construida al final del espiral, habían dispuesto tablones donde se obsequiaban constantemente los mas ricos manjares, carnes, frutas, verduras, quesos, dulces, vinos, cervezas y licores artesanales, panes y postres
La recibida era para todos iguales, los habitantes son personas que se encariñan muy rápido y solo les bastaba un beso, un abrazo o un saludo para que no se olvidaran jamás de uno. Entonces ellos esperaban con el mismo cariño a hombres, mujeres, niños, niñas, mochileros, camioneros, viajantes de negocios, gente de todas las edades, religiones, preferencias sexuales o color de piel.
No se conocen muchas novedades, aún, sobre el crecimiento poblacional de este lugar ni tampoco datos de relevamientos en el lugar, debido a que casi nadie de los que ha ido quiso (y de quererlo quizás no ha podido) regresar.
Solo una mujer, quien me contó esta historia en la última y oscura mesa de un bar, afirma haber encontrado una salida y se burla de las personas tristes y afectivas que hicieron todo por hacerla sentir con ganas de no irse nunca. Yo no sabía si creerle o no, hasta que confesó, antes de terminar su tercer vaso de wisky, que todavía no puede borrar de su memoria el último cartel que leyó en el camino de vuelta: «Púdrete traidora».