Textos para el Alma: Los cuerpos urbanos

  He hecho tantas veces el viaje entre París (capital de Francia) y Buenos Aires (capital de Argentina) que cuando miro por la ventana del avión me da la impresión absurda de que reconozco las nubes. Estoy seguro de haber pasado más de una vez por el mismo corredor aéreo: la misma trayectoria, la misma altura. Los mismos paisajes escarpados de vapor de agua. 

  Y en cambio, no creo haber hecho dos viajes iguales. Ya sea porque lo que abandonaba provisoriamente iba entretanto a cambiar, o porque lo que me esperaba en el punto de llegada no era ya lo mismo que la vez anterior. Estas diferencias pueden haberme hecho creer en la posibilidad de una síntesis. Ahora sé que esa síntesis es imposible: ella nunca fue otra cosa más que el fantasma, engendrado en el corredor aéreo, producto de la combinación de presurización y whisky.

  Para un autor en particular, algunos lugares de Buenos Aires, le recordaban a Milán. A otro, algunas calles ignoradas más allá del Riachuelo en una tarde calurosa le hacían pensar en una ciudad de África del Norte. Para otro, la teatralidad de Buen Aires recuerda directamente a Viena. Por mi parte, la imagen fugaz de París ha pasado varias veces por mi mente mientras camino por Buenos Aires, pero el espejismo se desvanece en una fracción de segundo. Todo esto, se trata de lo que podríamos llamar efectos de esquina.   

  En esta historia repetida de dos ciudades, el que siempre supo es el cuerpo. El cuerpo, entendido como esa suerte de operador universal es como el guía de ciertas imágenes.  

  Antes de un problema sociocultural o intelectual, la imposibilidad de una síntesis entre Paris y Buenos Aires es una cuestión de nivel más alto o más bajo de ruido callejero, de olores más o menos variados, de transparencia y opacidad del cielo, de luminosidad más o menos tamizada, de sabores, de gestualidad más o menos abierta, de posibilidad o imposibilidad de entregarse a esa experiencia sensorial única que es la habitación de un hotel de alojamiento lleno de espejos. Imágenes…

  Ahora bien, comenzaré a describir imágenes que deben estar inscriptas en alguna de mis moléculas, fijadas en el tiempo: en el comedor de mi casa conversan varias personas adultas. Yo, mientras tanto, juego distraídamente con un triciclo. En un momento dado, me doy cuenta de que los mayores están hablando de mí con palabras en francés, el idioma que se usaba en casa cuando querían que yo no entendiera de que estaban hablando. El trauma no se produce por el contenido de la conversación (que seguramente debió escapárseme en gran medida) sino por la conciencia de la objejetivación de mi persona como excluida del orden del lenguaje. Trauma contradictoriamente inseparable de la sensación de triunfo que me producía el comprobar que los adultos pensaban que yo no me daba cuenta.

  A décadas de distancia veo la habitación, siento mi pequeño cuerpo en el rincón, escucho las voces de los adultos. Pero la imagen queda aislada, no conduce a ninguna otra: la represión ha hecho su trabajo. Porque el inconsciente es corporal.   

  (Continuará).

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