Textos para el Alma: La culpa de los inocentes (parte II)

En su regreso a Delhi, Battuta observó como miles de árabes recién llegados ocupaban las casas que los antiguos pobladores de habían debido que abandonar. Además, advirtió que el sultán aun sentía temor por Dios por lo que practicaba las abluciones y oraciones ordenadas por el Profeta.

Para protegerse de imposibles venganzas, el sultán acrecentó sus fuerzas de vigilancia y de policía con saña tan abrumadora que llegó a tener dos guardias por habitante.

Todas las noches, después de las jornadas tediosas, los policías (que en algo debían ocuparse para justificar la paga) salían a la caza de inocentes. Creaban complots imaginarios contra el sultán e infaliblemente atrapaban a los culpables.

Estos hombres tramaban rebeliones, y para demostrar que las rebeliones existían, regresaban con la cabeza de los imposibles caudillos. Cortaban las manos y la lengua a ladrones que nada habían robado.

El número de guardias era siempre insuficiente, porque los delitos no cometidos se multiplicaban. Y, a medida que traían al palacio nuevas pruebas de latrocinios y crímenes que sucedían afuera, tanto más se atemorizaba el sultán que otorgaba a sus protectores todos los favores que estos pedían a cambio de asegurar su protección. Cada día que pasaba, el sultán parecía más consumido por el afán de contar con mayor seguridad.

Cuenta Battuta que una tarde vieron al soberano subir a la azotea del palacio y, ante la vista de la ciudad sin luces, sin humo, sin hogueras, por cuyas calles paseaban sombras vestidas con uniformes negros, digo entre suspiros: «Mi corazón está ahora satisfecho y mi ánimo tranquilo».

(Continuará).

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