Quienes emplean un idioma distinto al natal como instrumento literario (o, si se prefiere, subliterario), raramente pueden dominar por completo el temor tradicional a ser denunciados como impostores.
Esta realidad da lugar a ciertas estrategias. Durante las primeras etapas del aprendizaje, travestis de ambos tipos suelen ser torpes. Unos se emperejilarán y actuarán de forma paródica, otros serán demasiado pedantes y harán gala de un vocabulario libresco y construcciones rebuscadas. En los dos casos se trata de lo difícil que es elegir bien los elementos que uno tiene que usar.
Para avanzar, hay que tomar nota de lo que hacen los otros y copiarlos con exactitud: es lo que hacen los nativos también, pero son menos conscientes de ello. Andando el tiempo, se puede aprender lo suficiente como para no perpetrar tales errores, si es que uno quiere parecer más «auténtico». Pero muchos, sabedores de su exotismo les supone una ventaja, se resisten a ir tan lejos.
Esto sin duda ocurrió en el caso de Vladímir Nabokov (por sólo citar un ejemplo). Aunque Nabokov fue aclamado como el rey de los travestis lingüísticos, la transformación de este brillante escritor no era tan espectacular como le gustaba hacer creer. Aprendió a leer en inglés antes que en su idioma natal (ruso), su madre le hablaba en inglés, fue criado alrdededor de revistas infantiles británicas por una «secuencia desconcertante de niñeras e institutrices inglesas» y fue estudiante de Cambridge. Nada de lo anterior le impidió insistir siempre en que su prosa rusa ( pero no, claro está su inglesa) tenía honduras insondables para quienes no se habían formado en aquel idioma.
Para Nabkov, pues, la ropa en que decidió vestir sus ideas, impresiones, sensaciones y ficciones, no era exactamente prestada. A diferencia de Conrad, o de cualquier otro que ha optado por cambiar de atuendo cuando ya es adulto, al escritor ruso pero nacionalizado estadounidense no le costó mucho adaptarse a sus particularidades.
Ahora bien, hay que destacar que quienes se mudan a otra lengua de la misma familia tampoco se enfrentan con excesivas dificultades. Semprún y Bianciotti lo hicieron del castellano al francés y el poeta Juan Wilrock lo hizo al italiano. Cabe mencionar que de todos los defensores de los fueros del idioma y del deber de quedarse fiel al habla de «las gentes en que hallara raíz nuestra existencia» (para citar al español Luis Cernuda) los poetas suelen ser los más intransigentes.
Su firme consenso no obstante, son más proclives que los prosistas a intentar incursiones en territorios idiomáticos ajenos sin razones apremiantes. Tal vez ni Eliot ni Rike lograran dejar huellas en la poesía francesa, mientras que los poemas en inglés de Goethe, Pessoa, Borges y tantos otros, como una obrita en castellano por Graves que fue preiada en México hace unos años, no sean más que curiosidades literarias, pero su ejemplo supone que cuando el travestismo lingüístico no es sino un juego, pierde entidad la sensación de vértigo que a veces incomoda a los realmente comprometidos.
James Neilson.