Textos para el Alma: El nudo y el nido (parte III)

Las rupturas a las que asistimos hoy, son la culminación de un proceso de disociación iniciado hace ya mucho tiempo ligado, en particular, al desarrollo del individualismo moderno.

Mientras los muchachos jóvenes contradecían las decisiones paternas, las jovencitas confiaban a su diario íntimo el deseo de amar y ser felices, de casarse por amor y hasta der ser independientes y de crear.

Cumplidos los 18 años, los jóvenes trabajadores ya no aceptaban enviar la totalidad del dinero que ganaban a sus padres. Preferían recorrer las calles o vivir en concubinato. Las mujeres, tal vez con aún mayor empeño, querían ser personas, ir y venir en libertad, estudiar, viajar, administrar sus bienes y con el tiempo trabajar y disponer de su salario. Ellas soñaban con el amor y preferían a veces el celibato a un matrimonio impuesto.

Entre las dos guerras mundiales, la intensa campaña en favor de la natalidad no produjo ningún efecto en la voluntad limitativa de los matrimonios, y de las mujeres. «Tener un hijo cuando quiero y como quiero» fue el dicho más popular del feminismo contemporáneo. La libre disposición del cuerpo, del vientre y del sexo se convirtió en una reivindicación prioritaria en el siglo XX.

Amenazada, así, por la efervescencia de los suyos, la familia tradicional sufre también los golpes de factores externos. La obsolencia de las técnicas y los saberes aniquila las posibilidades de transmisión lo que hace que se produzca la ruptura de todas las formas de transmisión de «capital», sea éste económico, social, simbólico o cultural. Virtualmente, no se transmite casi más nada a los hijos: ni fortuna, ni profesión, ni saberes, ni creencias.

Los padres hacen un triste papel ante los nuevos medios de comunicación, como la informática, que sus hijos dominan hasta con los ojos cerrados. Sumado a esto, La desigualdad de conocimientos dejó de ser d arriba para abajo: basta con ver la cantidad de adultos que frecuentan cursos universitarios. Los padres perdieron sus roles de iniciadores del saber de lo que necesitan los hijos, lo cual altera profundamente las relaciones familiares. Estamos condenados a innovar.

Yendo más allá, la bioética, interviene mucho más en la concepción ya que disocia a la pareja: mediante las técnicas de procreación de laboratorio, un hombre y una mujer pueden tener un hijo sin siquera  verse o conocerse. Por lo tanto, fuerzas múltiples tienden a dislocar la familia tradicional, como si la sociedad no la preciasase, como si el Estado dudase de los límites que la esfera privada opuso al poder público y quisiera tan sólo tratar con individuos.

Tales cambios producen, de forma inmediata, costos y ventajas cuyo saldo es difícil de calcular. El costo es el aumento de la soledad moral y material que acompaña las separaciones. Cada individuo debe contar únicamente consigo mismo. ¿Pero qué joven, qué mujer querría volver al viejo modelo de familia triunfante que dicta sus órdenes e impone sus elecciones? Tal vez sólo los más débiles preferirían la seguridad de antaño a ese mar de incertidumbres. ¿Esto significa que la familia está muerta? Desde luego que no. Para empezar, de unos años a esta parte, la familia ha empezado a dar señales de estabilización.

(Continuará).

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