Ningún hombre elige lo que ve. Son las cosas que pasan las que eligen a cada hombre para ser vistas por él.
Hace poco más de treinta años, un episodio conmovedor me salió al paso, y desde entonces ciertas variaciones del mismo episodio suelen venir a encontrarme para que las vea.
Sucedió un amanecer, a fines de otoño, en 1974.
Diez o doce reporteros caminábamos por las ruinas de un pueblo que había sido condenado a muerte para ceder espacio a la construcción de una represa. Faltaban sólo algunas horas para que los últimos edificios (un viejo molino, la iglesia) fueran volados con explosivos, y dos días para que las aguas inundaran las ruinas.
De pronto oímos un sollozo. Era un lamento sin edad que se entrecortaba a intervalos como el jadeo de un maratonista. Uno de los fotógrafos señaló hacia el campanario de la iglesia. Allí estaba. La vieja maestra del pueblo, que durante meses había llamado a todas las puertas, clamando contra la destrucción, aguardaba en lo alto de la torre, con los últimos cuadernos de los últimos escolares, la caridad de la explosión y la llegada de las aguas. Desde entonces no ha cesado de ver casas y pueblos muertos: construcciones para nadie, violaciones implacables para el paisaje.
Veo largas filas de gente sin casa, arrastrando de un lugar a otro a sus hijos y sus memorias. Esas visiones me eligen. Vuelvo sin querer la mirada a los edificios desdentados y vacíos de la Ciudad Universitaria, a las fábricas abandonadas, al esqueleto sin nadie de un edificio para oficinas, a los peones de una empresa azucarera que aguardan a la intemperie la llegada de las estaciones favorables.
(Continuará).