Gustav Von Aschenbach siente un deseo muy profundo por un niño llamado Tadzio, el que se aloja con su madre y sus hermanas en el mismo hotel que él. Desearlo está prohibido, obviamente porque es un niño y además, y además se encuentra enfermo y él no lo sabe.
Muchísimas veces se queda observando al niño, en la tranquilidad de los días de Venecia, mientras juega en la playa, mientras cena o mientras realiza otras actividades. Pero nunca se atreve a acercarse. En los momentos de mayor tensión de la novela, cuando se piensa que al fin junta fuerzas para acercarse o intentar alguna conversación casual se refrena.
En esos momentos Aschenbach recuerda al Sócrates platónico con el joven Felón. En esta novela, su autor (Thomas Mann) se inspira en las palabras de Sócrates en el Banquete (“el amante es más divino que el amado, porque a aquel aliente el dios, no al otro”; a lo que Mann agrega: “este pensamiento es quizás el más delicado y el más irónico que se haya producido, y de su fondo brota toda la picardía y la secreta concupiscencia del deseo”), pero estratégicamente trasplanta sus palabras desde aquel escenario simposíaco y a la vez ascético al teatro más íntimo y amoroso del Felón, lugar en donde Sócrates habla acerca de la causa que hace las cosas bellas, reclamado por jóvenes discípulos, hasta la hora de su muerte inevitable. En cambio, Aschenbach escapa de su muerte próxima y siente que sólo una sonrisa de Tadzio sirve para alargarle la vida. Miren lo que expresa la primera noche, cuando llega Tadzio:
“Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. Así, cuando su mirado tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante Tadzio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua, aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza, una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora. Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas y tiernas a la vez: ‘¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie!’”
Nuevamente la sonrisa de Tadzio es observada por los ojos ya vencidos de Aschenbach, el día en que parte. Él mira al muchacho en la playa y trata de levantarse, pero cae de bruces.
“Su rostro tomaba la expresión cansada, dulcemente desfallecida, de un adormecimiento profundo. Sin embargo, le parecía que, desde lejos, el pálido y amable mancebo le sonreía y le saludaba”.
Este artículo cuenta con un fragmento de La muerte en Venecia de Thomas Mann.