La mesa estaba llena de papeles desordenados, no encontraba nada de lo que quería entre una mezcla de papeles de diferentes tamaños, colores y formas; el ventilador de techo solo removía el aire caliente que se había concentrado durante la siesta en la habitación añeja del segundo piso de aquel hotel de dos estrellas.
Si, ese, ese aire pegajoso que se genera en las ciudades como aquella, donde la humedad era moneda corriente y donde las nubes siempre se adueñaban de los ocasos.
Era su último día en esa ciudad, la visita llegaba a su fin, a la mañana siguiente debía volver a su trabajo y debía terminar su encargo antes de que la noche caiga.
La luz del sol era cada vez mas tenue y los rayos comenzaban a despedirse mientras se escondían detrás de agigantados y voraces edificios modernos.
Su cabeza, después de seis horas mirar hacia abajo necesitaba despejarse, necesitaba aire, una distracción entonces suspiró profundamente, como resignado, apoyó sus palmas sobre el filo de la mesa de madera opaca y se dio envión como para estrellar el respaldar de la silla con rueditas contra la pared del fondo.
Se acercó para ver si no se había roto y como vio que todavía el asiento estaba intacto, se acerco hacia el ventanal que daba a la Avenida Castillo y corrió la cortina celeste para ver que había después del vidrio.
Arriba, nubes, nubes cada vez más negras que se acercaban desde el norte amenazando con inundar el cemento caliente de la urbe.
Abajo, muchas cosas abajo, gente mucha gente abajo.
Podía ver todo desde el balcón de aquella pieza, pudo ver como el portero del edificio de en frente coqueteaba todos los días a la mujer del kiosco, que como había quedado desocupada hacia unos años, optó por transformar una de las habitaciones de su casa en un comercio.
Él desde el primer día de alojamiento había sospechado que entre ellos dos pasaba algo, sobre todo después de que una noche volvió de madrugada después una reunión de negocios que obviamente había estado acompañada de una abundante cena y de una considerable cantidad de vino, de ese vino tinto que se toma en las reuniones de negocios y vio el fiat 600 del portero estacionado en la puerta de la casa de la señora del kiosco.
El podía ver muchas cosas desde el segundo piso, el veía desde ahí la forma en que todas las mañanas el portero caminaba y galanteaba a la mujer, el advertía como el muchacho sostenía la punta del palo de la escoba mientras le hablaba y como ella cruzaba sus nudillos y estriaba sus dedos como sacándole mentiras mientras lo escuchaba.
Eso sí, siempre le fue difícil escuchar lo que decían por que el ruido, el ruido de ciudad era insoportable.
Mas allá de la ajena imposibilidad de percibir el diálogo que desarrollaban portero y quiosquera allí abajo, el hombre siguió mirando sistemáticamente la secuencia que se reproducía sobre la vereda.
Se paso los días de su hospedaje tratando centrar todos los sentidos en aquellos dos, miraba fijo, sin parpadear, casi sin respirar para que el aire que penetraba las fosas nasales no interfiriera en su objetivo de conocer la conversación entre la pareja que dibujaba figuras e incógnitas allí abajo, sobre esa vereda tan lejana para el muchacho del segundo.
Bocinas, frenadas, gritos, todo hacía imposible escucharlos, pero como era un segundo piso ni el paso de los vehículos ni los cuerpos de las demás personas que transitaban la vereda impedía ver, entonces seguía con la mirada minuciosamente cada uno de los movimientos de aquellos dos trabajadores.
Entonces aquel día, aquel último día en esa habitación vio como ella comenzaba a cerrar la caja del día y como él terminaba de repasar los vidrios de los departamentos de la planta baja del edificio pero sin dejar de desviar la cabeza hacia el kiosco para verla, como para controlar que no se vaya de ese lugar.
Continuaba siendo imposible entender el dialogo, concentró sus oídos en esa secuencia pero nada, no pudo, nunca pudo escuchar, hasta que intentó leerle los labios a aquellos personajes pero también fue en vano.
La ciudad, los ruidos de una ciudad que termina la jornada impidieron escuchar cual era el plan para después de que terminaran de trabajar, si es que había algún plan.
Arriba, las nubes, aquellas nubes que venían del norte ya se habían ganado todo el cielo y entre sus turbios ronquidos y destellos de fuego apasionado comenzaron a llorar, quizás de amor, quizás de desengaño, lo cierto es que sus lágrimas fueron lluvia para los de abajo.
El, desde su segundo piso, mas cerca tal vez de las nubes, mas cerca quizás del fuego miró el cielo y se lamentó. Otra vez lluvia, de los 15 días de su estadía habían llovido casi todos.
Abajo, allí abajo, la gente caminaba cada vez mas apurada encorvando el cuerpo para que las gotas le golpeen la espalda, mientras que las mas precavidas sacaban los paraguas de sus bolsos.
De todos modos, con paraguas o sin paraguas todas comenzaban a correr y transformaban aquellas veredas en hormigueros humanos donde la gente se mezcla entre la desesperación por llegar a casa.
El desde el balcón y resguardado del agua por el balcón del piso de arriba, bajó la cabeza después de su lamento y ya no estaban, ni el portero ni la mujer del kiosco que ya había cerrado puertas y persianas.
En los dos segundos que miró el cielo perdió el rastro de aquella pareja de trabajadores que planificaban algo seguramente para después de la jornada. Solo veía la gente que corría desesperada a sus casas.
Decidió volver a la mesa añeja y a la silla con rueditas de aquel hotel de dos estrellas.
Busco, esta vez con suerte, los papeles que no encontraba.
Cerró las cortinas celestes y terminó su novela inventando el final que mas le parecía.