El inspector jefe de homicidios Juan Balada acompañó al joven muchacho al centro de psicólogos, quienes analizaron, después de un largo proceso de hipnosis, los sueños que había tenido relacionados con la muerte de su madre.
—Hemos llegado a una conclusión clara, según lo que tú nos has contado y lo que narran los informes de la policía sobre el caso —decía un psicólogo de espalda ancha, gafas pequeñas, nariz respingona y barba bien perfilada.
Edu estaba sentado al otro lado de la mesa, acurrucado en la blanda silla que tenían todas las consultas del centro, y escuchaba atento, aunque algo adormecido, el diagnóstico.
—Si los informes son correctos y nos has contado, desde la hipnosis, todo con detalle, la conclusión que sacamos es la siguiente: tu padre quería acabar con tu madre, y para eso contrató a un chico a cambio de darle un buen trabajo si cumplía su misión. Éste obedeció y lanzó a tu madre por el balcón, pero como sabía que lo iban a descubrir, escribió el documento que me ha enseñado el inspector. En tu sueño, primero viste la cara de tu padre porque, de algún modo, estabas presagiando que había sido él quien había iniciado la misión, escribiendo la nota de suicidio y contratando al asesino. Luego, reconociste al asesino porque fue él quien estuvo en ese sillón escribiendo la cuartilla. Cuando lo viste salir corriendo sabías que no era él y que se llevó la obra que había escrito tu madre —pasó al segundo folio de sus anotaciones y continuó desvelando datos—. Eso nos lleva, según los informes, a conocer a un sospechoso: Míchel Páez Morente, que le gusta el modo de escribir que tenía tu madre y el de Lope de Vega, y es probable que se interesara en robarle la obra para publicarla a su nombre.
—Sí, un guarda de seguridad culto —dijo con un tono de claro desprecio hacia la anterior pareja de su madre el chico. Tenía un odio acumulado hacia ese hombre desde que supo de su existencia, y mucho más cuando se enteró de que era uno de los sospechosos del asesinato inesperado—. Encima de todo, un ladrón.
El psicólogo no hizo ningún comentario al respecto, sólo se limitó a terminar su discurso, como si nada de lo que se acababa de comentar hubiera sido dicho.
—Así que si en este trabajo queda algo que hacer, es registrar a fondo la casa de ese hombre. Si no, no podemos hacer nada más para descubrir quién se llevó la obra —fueron las últimas palabras del hombre en lo referido al caso policíaco.
Ambos de levantaron de su asiento y salieron de la consulta. En el pasillo esperaba el inspector Juan Balada sentado en una de las sillas que había pegadas a la pared, apoyando la cabeza contra el muro. En cuanto escuchó que la puerta de la consulta se abría, se levantó de un salto y fue a hablar con el psicólogo. Le estrechó la mano y preguntó:
—¿Qué tal?
La respuesta del otro hombre fue:
—Venga conmigo —y directamente le hizo entrar en la consulta, mientras Edu ocupaba la posición que había mantenido durante horas el inspector.
Al cabo de más o menos media hora, salieron los dos hombres, el policía estrechando la mano del psicólogo, y se despidieron. Edu notó algo extraño en la expresión del rostro de Juan Balada. Le pareció verlo ofendido por la explicación del caso. Pero no quiso preguntar nada. En lugar de eso permaneció en silencio durante todo el trayecto desde el centro de salud mental hasta su casa, otrora la de Arnaldo, que ya había sido desalojada y dispuesta para que el muchacho viviera.
Al entrar, notó un escalofrío que le recorría la espalda al experimentar la absoluta soledad dentro de la gran casa. Se fue al patio, donde siempre había ansiado pasar unas buenas horas relajándose, y tomó el teléfono. Marcó el número de una persona a la que le gustaría volver a ver.
—Estefanía —dijo en cuanto hubieron transcurridos unos segundos y tres tonos hubieron resonado desde el altavoz del teléfono—, soy Eduardo.
—¡Edu! —se escuchó al otro lado de la línea, en una voz fina y agradable, placentera a los oídos del muchacho— ¿Dónde te metes? Hace tanto que no vas a clase, que no te veo, que… —se echó a llorar.
—Tranquila. Ya ha pasado todo. Van a coger al culpable. Ya te contaré el resto… —también Edu dejó escapar algunas lágrimas, pero se contuvo para terminar de decirle a su amiga—: Oye, ¿te gustaría venirte a mi casa? No la que conoces, sino otra. Te gustará.
La joven se mostró algo indecisa, pero después de unos segundos de meditación aceptó. Él le indicó la dirección y le dijo cómo llegar en coche, y ambos colgaron el teléfono después de haberse lanzado besos imaginarios de alegría.
Ahora que todo está solucionado, dijo Edu, consciente de que nadie le podía oír, voy a seguir con mi vida. Echaré de menos a mi madre, pero hay que dar un paso adelante.
Y enseguida se despojó de sus zapatos y se tumbó en la cómoda butaca del patio, mientras una suave brisa entraba desde el techo abierto del centro de la estancia y acariciaba sus mejillas.
Tuvo la sensación de que alguien estaba consigo, pero nadie podía haber entrado sin llamar a la puerta.
(Continuará…)