Presagio (parte XIV)

Se levantó a las seis de la mañana para salir de casa antes de que el mayordomo llegara a trabajar. Siempre había un margen entre la hora de su llegada y el momento de levantarse, aproximadamente de unas dos horas y media, así que se puso el despertador temprano para la ocasión.

Fue a la comisaría y le enseñó la carta certificada al inspector Balada. La había guardado en su dormitorio a fin de que su padre no le descubriera si trataba de cogerla de nuevo del estudio. Corría así el riesgo de que supiese que se l ahabía quitado, pero prefería eso en aquel momento. El inspector confirmó en su totalidad la culpabilidad de Arnaldo Alonso, y dispuso a sus hombres para que fueran a su casa a detenerlo.

Allí se presentó, acompañado del niño y del cuerpo de policías, con coches cuyas sirenas habían ido resonando por las calles de la ciudad. Todo el mundo había seguido con la mirada el paso de los vehículos y se preguntaban si sería algo grave. Pero nadie supo exactamente adónde se dirigían, pues la casa de Arnaldo estaba bastante retirada, en las afueras de la ciudad.

Cuando llegaron, nadie les abrió la puerta. Llamaron una y otra vez, pero nadie les atendió. Un policía de cuerpo robusto, capaz de derribar hasta un muro, golpeó la puerta varias veces, y en una de las patadas incluyó un movimiento de cuerpo que hizo que la puerta maciza cayera abajo.

Entraron avisando de que eran policías, para que nadie intentara hacer algún tipo de locura. No parecía haber gente en casa. Eran las diez de la mañana. Eduardo había tenido que estar diez horas esperando, dando vueltas por la ciudad, mientras abría la comisaría, pero sabía que si hubiera salido a las ocho, le habrían descubierto. De todas formas, era grande la distancia en coche desde la casa hasta la comisaría, cuanto más a pie. El caso es que había estado entretenido durante las cuatro horas, y ahora estaba allí, en el hall de la gran casa, con varios policías, hombres armados y preparados para cualquier tipo de contratiempo. Pero no parecía haber nadie. Edu buscó en la cocina, llegó hasta el patio interior, y nada. El último lugar donde miró fue donde menos esperaba que fuera a haber gente, pues a esas horas solían estar Emilio en la cocina y su padre en el estudio. Entraron, pues, al salón y encontraron a don Arnaldo de espaldas sentado en la butaca. Sabían que era él porque ya desde la lejanía se le podía reconocer escasez de pelo, propiedad que el mayordomo, para su fortuna, no poseía, así que no podía ser otra persona.

Los policías entraron decididos hasta el fondo del salón, dispuestos a llevar a cabo su labor. Edu se resistió a entrar, quiso quedarse en la entrada del salón esperando que el inspector Juan Balada examinara detenidamente el lugar. Desde donde el chico estaba, no se podía ver muy bien qué ocurría, pero la escena no tenía buena pinta. Empezó a emerger de sus entrañas el conjunto de pensamientos que había tenido con relación a su padre y a todo lo que lo rodeaba en los últimos días.

Nadie hablaba. No podían ver la cara de Arnaldo porque las grandes orejas de la butaca lo impedían, y además porque les daba completamente la espalda, así que tuvieron que rodear lentamente el asiento para que, en caso de haber algún imprevisto, no les sorprendiera.

(Continuará…)

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