Presagio (parte X)

(Las lágrimas le empapaban el rostro cuando se dictó sentencia).

Cuando Arnaldo y Eduardo llegaron a su casa, todo era normal. El mayordomo, la sinfonía Júpiter de Mozart de fondo, la luz clara que penetraba por las cortinas a través de las ventanas. El señor de la casa hizo un ruido de carraspeo, con marcada intención de que se escuchara por encima de la sinfonía, que ya era excesivo para una garganta desgastada de empresario, y logró su objetivo. Emilio, vestido de esmoquin negro y camisa blanca, apareció en el hall, dejando entrever una sonrisa de alegría ante su jefe, y saludó:

—Bienvenidos, señores —fue lo que dijo, inclinándose un poco a modo de reverencia. Luego se dirigió en exclusiva a su jefe—: ¿Qué tal ha ido el juicio, señor, si me permite la pregunta?

—Nada, nada, eres de la familia. Lavas mis calzoncillos —dijo Arnaldo con una carcajada sonora. De fondo se oyó el do menor fortísimo de mitad del primer movimiento. Una sinfonía deliciosa…—. Han condenado a Esteban, el empleado que vino aquí con pinta extraña, ¿te acuerdas? —el mayordomo afirmó con la cabeza, su semblante aún serio—. Pues ése. Han dictado sentencia. Culpable —en pocas palabras pudo definir al hombre que otrora había conocido Emilio, cuando vino con el currículum, ahora conocidamente falso, para que le contratara en su empresa.

—Vaya —dijo el mayordomo—. Nunca se conoce a la gente, ¿eh? —Arnaldo sonrió, consciente y por completo de acuerdo con su afirmación—. En fin, señor, mejor tarde que nunca. Me alegro de que todo esté resuelto —concluyó, a lo que su jefe le dedicó un nuevo gesto de afecto.

Edu asistía a la conversación, pero no participaba. Sólo escuchaba las palabras que intercambiaban su padre y el mayordomo. Éste, en cuanto hubo terminado el breve intercambio de palabras, tan típico cada vez que Arnaldo llegaba a casa, por esas preguntas de «qué tal le ha ido la jornada» o «qué desea para almorzar, señor», se dirigió al muchacho:

—Y el jovencito, ¿desea que le prepare un batido natural? ¿O un zumito? ¿Algún tentempié? —ofrecía Emilio, pero el chico sólo se limitó a negar con la cabeza amablemente.

—No, gracias, Emilio. Me voy a echar un rato —fue lo que dijo, y acto seguido se despidió el mayordomo.

 

Una vez en su dormitorio, recordó momentos estelares con su madre, estelares pero efímeros, porque la entrada de su padre en la habitación hizo que se esfumaran los recuerdos.

—Hijo mío, has hecho un buen trabajo. Si no llega a ser por ti, el caso de la muerte de tu madre se habría cerrado como suicidio —loó Arnaldo—. Eres un buen detective, chico.

Edu, emocionado por pensar en todo el tiempo que llevaba sin ver a su padre y sin poder abrazarlo, se le abalanzó llorando y apretó con todas las fuerzas que, después de tanta paliza en el juicio, logró sacar.

—Gracias por estar aquí, papá. Te quiero.

—Yo también, hijo. Yo también —se levantó y dejó al chico acostado. Fue a su estudio y rebuscó entre sus cajones. Sacó de un dossier el contrato que había firmado con Esteban Suárez, con fecha del dieciséis de marzo, cinco días antes de la muerte de María José, y del cual no había consentido hacer copias hasta que no le confirmara el éxito de su misión. Lo releyó una última vez. —Ya no vas a trabajar conmigo, chaval —dijo—. Y me he librado de ti y de la guarra de mi ex mujer —y rompió el contrato en cuatro trozos, tirándolo luego a la papelera.

 

(Continuará…)

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