Presagio (parte VII)

(No podía creer que estuviesen sospechando de su padre).
—Vamos a ver si lo he entendido —estaba diciendo el policía. Se encontraban en la sala de interrogatorios, el policía de pie, dando vueltas por la habitación mientras hablaba, y el resto de los presentes sentados, cada uno en sus sillas, con sus vasos de plástico llenos de agua y con la marca de la tensión en las caras—. Usted dice que ha agredido alguna vez a la víctima, pero que llevaban un año sin mantener ningún tipo de contacto. La pareja anterior de la víctima dice que él no sería capaz de matar a nadie, y mucho menos a una gran escritora, y acusa a Salvador, el carnicero, de que él sabía su forma de escribir y de que la había intentado estrangular, situación de la cual la salvó.

Esto último sonaba extraño, pero por raro que pudiera resultar, era así. Eran las acusaciones que se daban. Eran los datos que se habían podido recoger hasta el momento.

—Así es —dijeron Arnaldo y Míchel al unísono.

El silencio volvió a aparecer en la sala durante unos segundos, los suficientes como para que todos se diesen cuenta, todos los policías, de lo que habían dicho. El jefe de seguridad del supermercado tomó un sorbo de su vaso de agua. El trago, de tan sonoro, resultó incómodo a los oídos de los que estaban cerca.

—Eso no es así —dijo Salvador angustioso, rompiendo el incómodo e irresistible silencio de la sala—. Yo sé cómo es la letra de Míchel, pero aquello sólo fue un ataque de nervios. Estoy en tratamiento psiquiátrico por depresión. Tú lo sabes —dijo mirando a su compañero de trabajo, Míchel, pero éste no le devolvió el gesto—. Pero en la vida se me ocurriría matar a nadie. Tú lo sabes, Míchel, lo sabes. No te hagas el tonto.

—Sí, lo sé, estás como una cabra. Pero el hecho de que estés deprimido no quiere decir que no seas capaz de matar a nadie —fue la respuesta radical de Míchel.

El policía intervino para calmar el asunto, y Arnaldo se removió en su asiento, esperando que aquel mal rato terminase. Si yo no he hecho nada, pensaba, por qué tengo que estar aquí mientras estos mequetrefes se insultan el uno al otro. A pesar de todo, estaba obligado a estar allí, tenía que obedecer. Para hacerse más llevadera la carga, se bebió su vaso de agua completo, a pequeños sorbos, para que pasase el tiempo, mientras esperaba que los demás dejaran de decir memeces.

En una ocasión, Salvador casi estuvo a punto de levantarse y pegar a Míchel, o incluso al policía, lo cual le habría supuesto dar a entender directamente que el culpable era él, que había matado a María José por venganza. Al fin y al cabo, eso era lo que le había dicho la tarde anterior. «Te arrepentirás de haber dado conmigo», le había gritado mientras trataba de estrangularla.

La conversación continuó su rumbo, sin llegar a ninguna conclusión, de modo que los mandaron a los tres a casa. Un policía novato se encargó de conducir el furgón mientras otros dos se encargaban de vigilar a los tres hombres. El inspector se había quedado en la comisaría, sentado en su despacho con sus donuts y sus cafés infinitos tan propios de su oficio. Las noches en la comisaría eran largas.

Arnaldo llegó a su casa, entrada la noche, y se encontró con que su hijo estaba viendo la televisión, exactamente en el mismo sitio donde lo había dejado aquella mañana. Habían estado interrogándolo durante una eterna tarde, y además habían tenido que esperar, para empezar las preguntas, a que llegaran los demás sospechosos, por lo que Eduardo, que se había llevado todo el día sin decir una sola palabra, indignado, pensativo, triste, estaba preocupado por su padre. No le creía capaz de hacer algo como lo que decían que había hecho. No quería pensar que hubiese sido su propio padre, el hombre que le dio la vida, el tipo con quien compartió durante su niñez sus más ocultas fantasías de niños, quien mató a María José. No podía, no, no podía pensarlo.

En pocas palabras Arnaldo explicó a su hijo que no había ocurrido nada, que sospechaban de él, pero que al final lo habían mandado a casa porque habían descubierto que era inocente. Edu aceptó esta explicación y se fue a la cama. Estaba agotado, así que no tardó en dormirse.
Al cabo de unos días, Arnaldo habló con el inspector y le comunicó que sabía quién había cometido el crimen.

(Continuará…)

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