(Quizá le viniera bien dar un paseo.
Pero la intención sólo se quedó en el propósito).
Al día siguiente, alguien llamó a la puerta. Arnaldo estaba en el umbral cuando su hijo abrió.
—Hola, hijo. ¿Qué tal estás? —fue la pregunta que Arnaldo formuló, a sabiendas, más o menos, de cuál sería la respuesta. Pero siempre hay que preguntar. Esperó, con paciencia, la respuesta de su hijo, que, por su parte, no tardó mucho en llegar.
—Hola. Pues… la verdad es que nada bien. Pero ya no puedo hacer nada… —la respuesta sonó a resignación. Era eso, resignarse, lo que estaba haciendo Edu delante de su padre, pero no quiso darle más importancia al asunto y salió de su casa con las maletas.
Se montaron en el coche que encontraron después de haber bajado en ascensor y haber salido a la calle. Un Jaguar plateado, con un aspecto espléndido, les estaba esperando aparcado en la acera. Arnaldo tomó las maletas de su hijo y las guardó como pudo, una parte en el maletero y la otra en los asientos de atrás. Y enseguida puso el vehículo en marcha rumbo a su casa.
Llegaron al cabo de una hora, y Edu se quedó estupefacto al contemplar el castillo que tenía ante sí. Era una vivienda enorme, que, cuando entró, supo que estaba habitada sólo por Arnaldo y por su mayordomo, y ahora por él mismo. Arnaldo era el dueño de una empresa de informática y le sobraba el dinero.
El mayordomo, desde que Edu se presentara y se pusiera cómodo en el gran salón viendo la televisión, hizo lo posible para que estuviera a gusto en su primer día en un nuevo hogar. Le preparó un vaso de zumo de naranja natural, tal como el chico había pedido, elaborado con el más exquisito esmero. Le supo a gloria, por una vez desde que sucedió la desgracia.
A las seis de la tarde, el inspector de policía llamó a la puerta. El mayordomo acudió a atender la visita rápidamente.
—Buenas tardes —dijo el visitante—, soy el inspector de homicidios Juan Balada. ¿Podría hablar con el señor Alonso?
—Señor —Hizo una reverencia antes de retirarse y llamar a Arnaldo. Éste apareció por el umbral de la puerta al cabo de un minuto.
—¿Arnaldo Alonso? —quiso saber el policía.
—Sí, señor. Perdónele, pero es que el pobre Emilio es un poco patético. Pase, pase, está usted en su casa. ¿En qué puedo servirle? —Todo fue una letanía de palabras pronunciadas una detrás de otra, como con intención de hacerse el amable. Allí todos, los pocos que había, sabían que Arnaldo tenía muy mal genio.
—Soy el inspector Juan Balada. —Le estrechó la mano—. Me gustaría hablarle sobre el crimen cometido con su ex mujer, María José Gil —terminó de decir, y entonces apreció un movimiento de cabeza por parte del dueño de la casa. Éste pestañeó un par de veces antes de responder.
—Oh, sí. Una terrible desgracia. Siéntese, por favor. —El inspector accedió. Entró en el salón, siguiendo a Arnaldo, y se sentó en uno de los tantos asientos que había libres. Una vez que estuvieron cómodos, y que Edu se hubiera ido tras la indicación propia de su padre, Arnaldo continuó—: Usted dirá. Le escucho.
—Tenemos una lista de sospechosos sobre el crimen cometido ayer —informó el detective. A continuación sacó de la carpeta negra que llevaba una lista de nombres. El ex marido de la víctima se movió en el sillón para atender mejor a la conversación—. El señor Míchel Páez, anterior pareja de su ex mujer, el señor Salvador Rodríguez, que, al parecer, la amenazó de muerte e intentó estrangularla en el supermercado, y usted, que parece ser que tiene una orden de alejamiento hacia su ex mujer porque alguna vez la ha agredido. —Pudo apreciar la expresión de extrañez de Arnaldo—. Tendrá que acompañarnos a comisaría.
El hombre no sabía si debía obedecer o no. No había nadie allí en ese momento, así que lo pensó dos veces, pero finalmente accedió. Se levantó y los dos salieron del salón. La mirada de Eduardo, que estaba sentado en el hall esperando que su padre saliera, se cruzó con la mirada del hombre esposado que salió del salón.
—Quieren que vaya a la comisaría —dijo, sin más, Arnaldo. Su hijo no pudo decir nada. Estaba sorprendido, pero a la vez extrañado. Vio cómo los hombres salían de la casa.
Se quedó unos minutos allí, en el hall, de pie, con el rostro encogido por el miedo de que arrestaran a su padre, por el miedo a que lo condenaran y él se quedara a vivir sólo con el mayordomo. No podía creer que estuviesen sospechando de su padre.