(Pero, pese a todo el agobio y cansancio propio de un niño de esa edad y del trabajo escolar, no durmió tan plácidamente).
Alguien estaba escribiendo en un folio y Eduardo sentía una pena interior que nunca antes había sentido. Escribía lo que parecía ser una carta de despedida. Cuando terminó, firmó la carta y la dejó sobre la mesa junto a la pluma con la que la había escrito, y se dirigió al balcón. Echó un vistazo al mundo exterior y miró hacia abajo. Había siete pisos por debajo de su balcón. Apretó las manos con fuerza y saltó al vacío. Sentía cómo corría el aire por su cuerpo, y cómo la angustia se apoderaba de sus sensaciones, y cuando estaba llegando al suelo entre la acera y la calzada, se despertó de un salto en la cama.
Estaba sudando cuando su madre entró en la habitación para ver qué le ocurría, y comenzó a llorar. Acababa de vivir un suicidio, pero no sabía por qué, y no había sentido nunca ganas de hacerlo.
Era la mañana del martes cuando María José se disponía a hacerse el desayuno. El timbre sonó, y tras la mirilla se veía un cartero. Abrió la puerta y saludó a un joven moreno, de unos veinticinco años, que llevaba una carta en una mano y una carpeta en la otra.
—Una carta certificada a nombre de María José Gil Méndez.
—Si, soy yo —respondió ella, recogiendo la carta.
—Firme aquí, si es usted tan amable. —Le tendió un papel y una carpeta, junto con un bolígrafo, para que pudiera firmar su recepción.
—Gracias. Buenos días.
La carta tenía el nombre de Míchel Páez Morente en el remitente, y cuando la leyó se quedó petrificada.
Sé donde vives, te estoy vigilando. Mira tu espalda, porque cuando menos te lo esperes, estaré detrás de ti y no te daré oportunidad de gritar socorro. Me hiciste mucho daño al dejarme, y esto no va a quedar así.
Para más asombro, descubrió que, realmente, la firma del autor figuraba al final del documento: Míchel Páez.
Lo primero que hizo María José al terminar de leer la carta fue girarse de un tirón y encontrarse con su hijo, que tenía la mochila en el hombro derecho y se disponía a salir de casa.
—¿Quién era? ¿Qué querían? —fueron la preguntas que formuló Eduardo.
—Nada, una carta de un amigo que esta doctorándose en francés en el extranjero —respondió ella sin pensarlo. Se notaba un deje de nerviosismo en la voz. No obstante, su hijo no se dio cuenta.
—¡Anda! Francés. Qué mal gusto tiene el pobre…
La mujer le dedicó una sonrisa y le besó en la mejilla antes de que se fuera. El chico salió de su casa, dijo adiós a su madre y se dirigió al instituto.
María José se quedó en su casa, sola, pensativa, a caballo entre el terror y la tranquilidad. Estaba segura de que se trataría de una broma. Míchel y ella habían estado saliendo juntos durante una buena temporada, mucho antes de conocer a Arnaldo, más aún de que naciera su hijo. Ya en aquella época tuvieron varias peleas que terminaban siempre con la amenaza por parte de Míchel de que se suicidaría si la dejaba. Pero ahora era exactamente al revés: la estaba amenazando con matarla, o al menos eso interpretó ella.
Dio varios pasos por el salón y terminó sentándose en el sofá. Estoy segura, se dijo una y otra vez, es una broma, es una broma.