Anoche, cuando entre la bruma de mi cigarrillo la agenda quedó exhausta de palabras incoherentes tuve el sueño de un fugaz instante. Anoche, cuando la calle tiritaba de miedo y los portales arrancaban besos y promesas, dejé que la luna acariciara los peldaños amarillos de la fachada y vislumbrara en el blanco velo de mi memoria una imagen de la infancia, tuve un sueño. Fue un sueño grácil, efímero podría decirse, pero allí le vi a usted, vomitando notas desde el tejado con el viejo saxofón de su locura, con los gatos como testigos de la pasión que usted ponía intentado ahuyentar los fantasmas de las calles. Señor Davis, nunca fue fácil aceptar que la soledad es un mal trago, un baile de sombras y silencios, pero íntima al fin y al cabo. La disposición de las cosas cambian su rutinaria verticalidad dejando espacio a la nada, así es la soledad del que habita los mundos y cantinas. Esta noche, antes de tener este sueño, mis versos eran flacos y tristes, manchados de la ignorancia propia que sólo se encuentran en las gestas perdidas, pero allí apareció usted, dejando caer las notas que se enredan en las chimeneas y en los geranios de balcón y creí que el mundo se derrumbaba . Señor Davis, siempre le ha gustado naufragar en las sabanas de niñas inmaduras y caras. No le culpo, me considero miembro fiel de sus deslices y no le puedo negar el gran placer que se siente al verse gratamente convidado por unos labios furtivos en las noches de invierno. Pero ambos sabemos que aquello no hace más que avivar la enfermedad y empujarte hacia el abismo, ese por el que tantas veces nos la hemos jugado sin mirar al fondo, sólo disfrutando de la ingravidez y el riesgo de lo incierto. La vida es así, señor Davis, pero no decaiga, siga con su saxofón anidando oscuras golondrinas en las costuras de su rostro y yo seguiré martilleando la agenda, buscando aquella palabra que me ayude a escabullirme de mí mismo. Estamos vivos, señor Davis, y yo brindo por ello.