(Hace una tarde fría y triste. Desde mi posición consigo ver los bosques que me rodean. Es esta visión, la de los enjutos encimares cuya leña solo alcanzaría a ser yesca de fogata, la que me hace recordar al primer hombre que maté.)
Ocurrió hace treinta años cuando las líneas enemigas habían sido abatidas. Aquel día prendimos fuego a una ciudad cuyo nombre se ha perdido en mi memoria. Todos los soldados del frente enemigo habían huido, tan sólo encontramos a un pobre infeliz que luchaba contra la barbarie de las llamas para rescatar viejos tomos de la biblioteca municipal. En el momento exacto en el que aquel individuo pasó a estar bajo mi tutela me fue desvelado su nombre, se llamaba Bernardo Casas. Bernardo era un personaje escuálido cuyo único pecado en el mundo había sido el de pasar frío por las noches. Un individuo bonachón que habían mandado fusilar al despuntar el alba. Pasé la noche con él.
En el silencio de la celda, cuando todo estaba a oscuras, comenzaron a lloverme dudas sobre la muerte. Nunca antes había matado a alguien y años más tarde, después de haber fusilado a muchos hombres, comprendería que sesgar una vida es algo realmente fácil. El verdadero problema se plantea cuando tienes que vivir con una muerte en tu conciencia. Eso es algo que ha hecho enloquecer a muchos hombres, pero en mi caso, el hecho de matar, nunca supuso una carga demasiado pesada para mi conciencia. Seguramente, el hecho de que yo tenga estos pensamientos forjará en la cabeza de ustedes una imagen fría y malvada sobre mi persona, mas les diré que no están equivocados, pues es así como soy.
El hecho es que con los primeros rayos de sol yo debía fusilar a aquel hombre, el cual no conocía de nada. Aquella noche y ante la idea de su inminente muerte, Bernardo me hablo de su mujer, la cual había muerto en el estallido de una bomba. También me habló de su hijo, un muchacho al que la neumonía lo marcó con una cojera. Tenía sólo cinco años.
Aunque al principio me mostraba reacio a escuchar sus lloriqueos, al final nos enzarzamos en una conversación que adquirió tintes transcendentales hasta que amaneció. Había llegado la hora del fusilamiento y los dos lo sabíamos. Salimos al patio y estaba lloviendo. Todo era barro y mierda. Antes de amarrar sus manos al palo central, ante mi asombro, Bernardo me dio un fuerte abrazo. Yo no lo hice, preferí permanecer con las manos en los bolsillos del gabán mientras él me daba las gracias por haberle escuchado. Me alejé varios pasos y entonces noté que me llamaba. Volví a acercarme y Bernardo me susurró algo en el oído. En ese momento sus palabras no causaron ningún efecto en mí, sería dos días más tarde cuando me desplomaría ante aquellas confidencias. Apreté el gatillo y murió. Fue una ejecución limpia y rápida, tal como me gustaron a partir de ese momento. Después de aquello fui a la cantina donde me emborraché durante todo el día.
Continuará…
Antonio Pérez Abril.