Aquí les dejo un pequeño relato que escribí hace unos meses. Será publicado en varias partes. Espero que lo disfruten.
Fue el calor de la lumbre la que hizo detener la escritura del General. A sus noventa y seis años todavía conservaba una lucidez intacta. De su rostro colgaban unas enormes barbas que en otro tiempo, tras alguna batalla, le habían dado el aspecto de un viejo tejón. El General había lidiado en un millar de guerras pero ahora se veía atrapado en la estructura de una silla de ruedas. Las únicas ofensivas que lanzaba eran un sin fin de blasfemias y vituperios contra Pufy, cada vez que el viejo mastín se cagaba en la alfombra. Con el paso del tiempo fue perfilando un carácter irascible y una pasión desenfrenada por el café solo sin azúcar.
Arrastró la silla de ruedas hasta la ventana dejándola abierta. Se había levantado una gélida brisa que se enredaba en sus barbas. La quietud del valle y un cielo cargado de estelas grises era fiel presagio de que pronto llovería. A esas horas todo estaba en silencio, tan sólo se alcanzaba a oír la cadencia del arrollo, el chasquido de las ramas viejas y el batir del viento contra las hojas. Entre los cielos malvas del crepúsculo se podían apreciar las líneas que las montañas trazan en el horizonte. Aquellas montañas hacían las veces de una gran muralla verde asilando al general del mundo. Fue la danza de la hojarasca con la brisa la que hizo que el General se arropara con fuerza a la manta que llevaba sobre los hombros. Dejando la ventana abierta volvió a arrimarse al escritorio donde prosiguió la escritura de sus memorias:
Ahora que el cielo se entristece y la lucidez es algo que conservo, aprovecho para continuar estas líneas. Sólo serán un puñado de tinta fiel retrato de una vida. Y es que es común llegado a este punto escribir las memorias de los años. Pero eso es algo que yo no persigo, pues mi intención nunca fue la de ser recordado en la historia. Las causas que me empujan a escribir esta falcada de palabras obedecen solamente al deseo autocompasivo, ya que después de haber pasado demasiado tiempo descansando, a uno le quema el fuego interior de las épocas vividas. No hablaré de mí, pues me parecería injusto dedicarme línea alguna, mas si se la merecen las personas con las que de un modo u otro he compartido algún instante de vida. Tampoco haré, y más aun siendo consciente del morbillo que da en estas cosas, hablar del amor. El principal motivo que encuentro ante mi expresada negativa es que nunca he estado enamorado. El amor es un sentimiento inexistente para los hombres de la guerra, ya que ser soldado implica dedicar una vida entera a defender una serie de ideales que a veces suelen resultar inexplicables. De lo que hablaré es de un amor ajeno, un amor vivido entre dos personas que una vez formaron parte de mi entorno, y hablaré de esto solamente por el final trágico que adquirió dicha historia.
Hace una tarde fría y triste. Desde mi posición consigo ver los bosques que me rodean. Es esta visión, la de los enjutos encimares cuya leña solo alcanzaría a ser yesca de fogata, la que me hace recordar al primer hombre que maté.
Continuará…
Antonio Pérez Abril.