En mi barrio, las tardes eran largas. Comenzaban a la siesta y no volvíamos a casa hasta que la faltade luz nos impedía vernos las manos. De lunes a domingos, volvíamos a casa con tierra hasta por debajo de las muelas, y con la mirada en el suelo para esquivar de alguna forma aquellos gestos de rabia maternal.
El lugar de reunión era “La Canchita”, una especie única para nosotros y para el mundo entero, que ni punto de comparación tenia con los demás potreros del pueblo. La nuestra era impenetrable, un fortín, con una resistencia a la invasión similar a la de las fortalezas romanas. Pisábamos ese suelo y se nos engrandecía el pecho, era nuestro lugar, y creíamos que nunca, nadie, y bajo ninguna circunstancia nos desalojaría de allí, de nuestro terruño, de nuestro lugar. Estaba justo en una esquina, desde el patio de atrás del colegio técnico de mi pueblo se podía avistar el magnifico terreno, la guarida de los chicos del barrio.
Sus dimensiones no eran extensas, no soy muy bueno para los cálculos a simple vista pero aproximadamente tenia unos veinticinco metros de largo, por unos quince o veinte de ancho o tal vez menos, solo que cuando uno es niño ve las cosas en otras dimensiones, todo parece mas grande cuando el cuerpo es pequeño. No obstante era nuestro lugar, eso la hacía grande, era la replica, en escala, de un gran estadio.
Las líneas que demarcaban el terreno de juego las habíamos hecho con un pico y las habíamos rellenado con cal que uno de los pibes del grupo le había robado a su padre albañil que por ese entonces trabajaba a dos cuadras de la Canchita. Por favor no piensen que las líneas eran rectas, el rizo del dibujo era demasiado perceptible.
Nuestro estadio tenía las áreas mas chicas de lo normal, pues la escasa extensión del terreno solo nos permitía dibujar un rectángulo un tanto deforme teniendo en cuenta que nadie tenía experiencia en la delimitación de campos de juego y un punto blanco que sería el del penal lo habíamos pintado afuera de la línea del área.
Con respecto a los arcos, aquí debo reconocer que fuimos unos adelantados, el mundo entero conoció y comenzó a hablar de los arcos portátiles en el mundial de fútbol de Estados Unidos en el año 1994; y nosotros, allá por los años ´90, `91 ya los teníamos, solo que los nuestros no eran de aluminio, eran arcos construidos de piedras, buzos, mochilas y zapatillas amontonadas pero portátiles al fin.
Si había algo que diferenciaba nuestro estadio de las demás canchas del pueblo, era que teníamos banderines en cada uno de los vértices del terreno. Eran dos azules y dos rojos, que las bondadosas manos de una abuela nos habían preparado para adornar aquel lugar. (Ustedes saben como son las abuelas, quieren todo elegante, todo limpio, no se percataban de que nosotros, al que mas sucio terminara, lo veíamos como la figura del partido, como el que “lo dejo todo” en la cancha) .Teníamos entonces, entre otras cosas que le faltaban a los demás baldíos reciclados en canchas, banderines en cada esquina de la cancha.
El banco de suplentes era el tronco de un árbol apoyado sobre dos bloques de cemento y aferrado por unas veinte o veintidós vueltas de alambre en cada extremo. Precario sí, pero para nosotros era mas valioso y más cómodo que cualquier otro asiento en el mundo, aunque por lo general estaba vacío, no estaba en nuestros códigos dejar a uno de los amigos sin jugar; <<Este lugar es de todos y nadie puede dejar de usarlo>> fueron las palabras de uno de los “pibes”, uno de los mas grandes del grupo, que no se nos borraron nunca de nuestras mentes y que tomamos casi como un mandamiento. Todos, o en su gran mayoría, tuvieron un lugar para jugar cuando eran chicos, pero estoy por demás convencido que nadie podía sentir lo que nosotros, los chicos del barrio, sentíamos por nuestra “Canchita”.
Literalmente pasábamos allí más tiempo que en nuestra propia casa. Todavía, cuando cierro los ojos, la recuerdo y se me eriza la piel.
Se depositan en mi mente imágenes alegres casi borrosas, turbadas por mi insuperable falta de memoria, pero recuerdo las tediosas búsquedas de los lentes de contacto del Leo, que cada dos por tres se caían a la tierra y andá a encontrarlos.
También me acuerdo de las chicas, las cuatro o cinco chicas que siempre se sentaban en la vereda del frente a vernos jugar y del perro de Marcelo que interrumpía las jugadas y que, pobrecito, nunca apareció en la televisión como lo hacen ahora esos que se meten desnudos a los grandes eventos deportivos.
No puedo olvidarme tampoco de Freddy, un hombre del barrio con sueños frustrados de DT y que quiso una vez dirigirnos. Pobre, lo echamos casi a las patadas, a nosotros nadie nos iba a dar ordenes, nadie nos iba a decir quien jugaba y quien no.¡Que barra por Dios! Éramos muchos, y aún me acuerdo de cada uno de los chicos como si todavía nos siguiéramos juntando.
Nuestra Canchita tuvo una suerte envidiable, ella fue testigo de unos partidos impresionantes, de hermosos goles y al por mayor, de jugadas maradoneanas, y muchas otras cosas que solo ella pudo presenciar.
Hay guardadas en mis morrales descosidos y en mis almohadas viejas muchísimas anécdotas de aquellos tiempos, las hay de todos los colores, de todos los tamaños, las historias que hay para contar de aquellos tiempos son inagotables, imborrables, increíbles, y absolutamente interesantes.
La canchita, que de día era nuestro lugar de encuentro, y de noche era el hospedaje de algún vagabundo que desplomaba su cuerpo sobre los pastos que crecían detrás de los arcos, un día fue testigo del más triste de los finales de un partido de fútbol.
Jugábamos contra el barrio de arriba. Era un partidazo, trabado, cerrado, duro, áspero, nadie se sacaba ventajas, las patadas iban y venían como cuando no hay árbitros (efectivamente no lo había, por eso la rudeza), raspones en todo el cuerpo, los pedazos de piel quedarían sobre la tierra para enterrarse luego y quedar allí por siempre, y el partido terminó empatado sin goles.
– ¡A los penales! Gritó alguien por allí, y cada equipo eligió a los cinco pateadores, a los cinco que iban a definir la suerte del partido, a los cinco que podían transformarse en los héroes de la tarde o podían ser los más insultados de la cancha. La suerte ya estaba echada, primer penal lo ejecutamos nosotros y gol, con el primero de ellos paso lo mismo. Segundo nuestro, gol. Segundo de ellos…. Gol.
El tercero me tocaba a mi, tomé carrera, miré el arco, y advertí la mirada fija del arquero sobre la pelota, agaché la cabeza, corrí hacia el balón, y con la toda la furia del momento le pegué un zapatazo terrible y…. << ¡UUUUUhhhhh.!!>> Fue la onomatopeya la que ensordeció mis oídos. La tiré a lo del vecino.
La verdad, jamás había pateado tan mal un penal, la pelota ni siquiera quedó en la cancha, cruzó la medianera que estaba atrás del arco y se nos fue “a lo del Crespo”– así llamábamos con un tono burlesco al calvo vecino-.
Recibiendo reproches desde todos los puntos cardinales, con un nudo en la garganta y con un cargo de conciencia incomparable por haber desperdiciado la oportunidad de ser “el salvador” me di cuenta de que “el crespo” salía de su casa con una mano en la pelota y la otra en la espalda, como escondiendo algo, y gritó como un loco. “No los quiero ver mas por acá, ¿por que no me dejan descansar? ¿No se dan cuenta de que esto es una casa de familia?”.
Esas fueron las palabras finales de un largo sermón que nos dio “el crespo”, que a su vez había sido precedido por las peores puteadas que existen, e inmediatamente sacó el cuchillo que tenia en una de sus manos y apuñaló la pelota, nuestra pelota, la que tantas patadas recibió sin quejarse y ninguna la había asesinado como aquel feroz hombre lo hizo en ese momento.
Así terminó el partido, fue el peor de mi vida, así que volví a casa con una tristeza elevada al cubo. Perdimos, (en realidad no, por que faltaban tres penales para ellos y dos para nosotros, pero interiormente sentía el dolor de la derrota), nos quedamos sin pelota y encima todavía daban vueltas por mi cabeza los reproches de mis compañeros.
Después de unos días todo cambió, todos sabíamos que un partido no iba a romper tantos años de amistad, pero de todos modos ese fue el final más triste de un partido de fútbol.
Hoy, después de varios años, ya no se lo ve más al Crespo por el barrio, y según comentan, dejó a su mujer para irse a probar un nuevo estilo de vida con una nueva compañera bastante delicada y bella de la aristocracia pueblerina que la vida le había puesto a su lado.
De todas formas, “La canchita” sigue ahí, en pie, impenetrable como la selva Chaqueña, tan gigante y tan mística como el mar y sus estrellas.Ahora recibe gustosa y muda otros pasos, otros botines, los de los hijos de mis amigos.También hay cuatro o cinco niñas viendo a los chicos jugar y señalando cual le gustan.
Disculpas por no poder separa punto aparte y puntos seguidos… no se por que quedó asi. espero los disfruten
No sé a qué te refieres, yo lo veo bien estructurado.
Saludos!