Encarado a una pared me arrepiento de nada. Acerco la nariz al yeso y decido lamerlo. Es un sabor como a polvo y sal, me gusta y lo repito. Por la ventana se filtran las risas de mis compañeros, el silbar de los pájaros, la melodía del afilador, el olor del sol y la primavera. Me atrevo a mirar a atrás, a apartar la vista de la pared y me tropiezo con la estricta mirada de Don Mauricio, que con la mano izquierda se limpia la sotana manchada de tiza y blande amenazante con la mano derecha una regla deseosa de impactar en mi trasero. Vuelvo la vista al frente aterrado por aquella imagen, impaciente de que suene el timbre y quede libre hasta la próxima travesura. Pero el timbre no suena y estos instantes de niñez se me hacen eternos. Una mariquita trepa por la pared pero no puedo tocarla pues en mis manos, abiertas en un ángulo exacto de 180 grados, descansan los pesados volúmenes de historia universal y algebra aplicada. Pasan las horas y nada pasa, tan solo el batir del ventilador sobre el rostro de Don Mauricio.