Todavía recuerdo el olor a café con leche los años en los que mi abuela todavía vivía. Le gustaba tomarlo amargo, “tal y como era la vida” decía. Después me apretaba en las mejillas dándome un beso con sabor a café. Los pequeños pelitos que poblaban su rostro me pinchaban con el tacto. Su piel arrugaba desprendía olor a soledad y encerramiento. También recuerdo la mala leche que tenía cuando hablábamos de la guerra, “De eso no se habla” decía elevando las cejas casi hasta el firmamento. Y después se encerraba horas y horas en su cuarto y aunque no lo reconocía yo sabía que lloraba. Lloraba al recordar a mi abuelo y a la maldita guerra que se lo arrebató. La muerte se alimenta de guerras y del recuerdo de los que sobrevivieron a ellas. Ahora ya hace tiempo que murió y me resulta extraño ver su habitación en silencio. Cuando ella vivía siempre se escuchaban viejas coplas. A mí me gustaba observar, escondido tras la puerta, como las cantaba, hasta que me descubría y agarrándome de un brazo me sacaba al centro de la habitación y los dos bailábamos en silencio durante horas. Pero eso era antes, cuando mi abuela vivía.
«La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente.»
François Mauriac (1905-1970) Escritor francés.
Qué lindo homenaje. Y qué cierta la frase. Recuerdo a Guillermo, un amigo de la escuela que murió hace un par de años (leucemia, a los 25) como si nos hubiéramos tomado unas cervezas anoche. Y de cuántos otros que viven no recuerdo ni el nombre…