Cansado de peregrinar entre las faldas, de sucumbir ante cada día, de esforzarme en sonreír, me encerré en el cuarto tapando a cal y canto todas las ventanas. Penumbra, sólo hay penumbra y un olor a podrido, a rancio. Observo a las sombras, que con espirales atolondradas levitan por la casa acariciando la ausencia, la nostalgia. Ya no queda nada en lo que creer o ¿acaso sí? Dedicado con mesón a engullir el veneno de las horas me dejo empujar hacía el abismo de la nada donde nada hay, donde se guardan las lágrimas de los hombres que se sienten solos. Entonces una pequeña grieta en la madera deja entrever un pequeño destello de luz que revoluciona los ácaros de polvo en un baile místico y sin formas. Me lanzo de cabeza hacía él intentando atraparlo entre las manos. No sirve de nada, aquel rayo de luz nunca será mio ni de nadie. Volví a sonreír.
«La belleza del cuerpo es un viajero que pasa; pero la del alma es un amigo que queda.»
Saavedra Fajardo