Marta seguía limpiando el váter, que, a pesar de ser de una familia rica, seguía oliendo igual de mal que aquellos que había tenido que limpiar en sus tiempos bajunos en los que trabajaba en bares –consideraba ese tipo de trabajos como un empleo en el que se va ascendiendo por rangos, y limpiar la casa de una familia rica era uno de los mayores puestos a los que se podía ascender–. No parecía haberse percatado de que su hijo le acababa de preguntar acerca del diario que utilizaba para que el sofá no se desequilibrara.
–Marta, en cuanto termines de limpiar el cuarto de baño quiero que vengas a mi despacho. Tengo que comentarte un asunto –le dijo la señora de la casa a la criada. Al parecer, no había muy mala relación entre ellas, pues ya llevaban largos años juntas y Marta conocía muy bien el olor de sus ambientes. De modo que asintió y siguió con su labor, mientras seguía pensando en la tremenda pregunta que había estado a punto de tener que responder.
Se lo tendré que contar cuando llegue a casa, no hay más remedio, tiene que saber la verdad, pensaba la mujer. Su hijo estaría preocupado, en parte por lo que habría leído hasta entonces en el diario, en parte porque su madre le había colgado el teléfono. ¿Guardaría ésta alguna relación con el diario? No parecía estar tan preocupada como para guardar relación con él. De ser así, no sólo hubiera colgado el teléfono en cuanto lo escuchara, también hubiera tenido un día amargo durante lo que le quedaba de trabajo y durante lo que quedaría luego del día.
Cuando hubo terminado, la criada se dispuso a ir hacia el despacho de doña Salomé –incluso el nombre lo tenía de pija–. En el camino se encontró con el hermano de la señora, el antipático Ronaldo, que sin pensárselo dos veces le echó unas miradas asesinas y le susurró al oído amenazante:
–Ni se te ocurra decir nada, ¿de acuerdo? –la mujer sólo quiso asentir con la cabeza, sin decir palabra alguna, y largarse lo antes posible hacia el despacho de su señora, pero el tipo le sujetó el brazo tan brutamente que no tuvo más alternativa que detenerse en seco tras haber emprendido la ligera marcha hacia su destino–. Si me entero por cualquier persona de que has soltado alguna palabra, vete despidiendo de trabajar aquí e intenta no toparte conmigo en un callejón –a Marta se le escapó un hilo de voz que decía “no lo haré”, y, librándose de las zarpas de aquel temible hombre, huyó lo más rápido pero silenciosamente que pudo hacia la habitación donde le esperaba doña Salomé. Casi al llegar al final del corredor, escuchó la voz de Ronaldo–. ¡Zorra!
Mientras tanto, Johann, envuelto entre sus infinitos quehaceres de adolescente que recién ha cumplido los dieciocho años, tenía en la cabeza la leve idea de que tenía en su casa un diario que no sabía a quién pertenecía –a esa supuesta Amanda, pero no sabía quién era ella– y que su madre había colgado el teléfono en cuanto éste había mencionado el libro. ¿Qué relación tendrá con el dichoso diario?, se preguntaba constantemente mientras trataba de estudiar latín para el examen que tendría al cabo de dos semanas, lo que llevaba a que no se concentrara en su estudio.
Hizo el intento de volver a echar mano del diccionario para reintegrarse en su traducción, pero el recuerdo de la joven Amanda sometida a la presión de contemplar la violación de su madre esperando que al cabo de media hora le tocaría a ella llegó de nuevo a su mente. Tengo que terminar de leer ese libro, de lo contrario, no podré estudiar, tendré en la cabeza el horrible recuerdo, pensaba el chico. Y se levantó de su silla para dirigirse directamente al sofá, donde había colocado de nuevo el diario para que no se tambaleara cuando se sentaran a ver la televisión, no sin haber memorizado la página por la que iba. En realidad, no podía memorizar la página por la que iba, porque no había escrito ningún número al borde de las páginas, de modo que había tenido que memorizar la última frase que había leído.
“No quiero volver a verle, tomaré con mi madre un tren y nos marcharemos juntas muy lejos de aquí”, continuaba leyendo Johann. Seguramente, pensaba Johann, habría escrito –o al menos pensado– varias veces eso a lo largo de toda su vida, pues llevaba mucho tiempo ya soportando aquella terrible situación. Al parecer, los vecinos conocían el estado tanto de la madre como de la hija, pero ninguno de ellos hacía nada por respeto al hombre. Pero si el padre era un cabrón, pensaba Johann. ¿Cómo podían respetarlo con lo que les hacía a las dos? Eran asuntos ininteligibles. Parecían tener asumida la situación. La única que no la había asumido era Amanda, que sufría cada momento cercano a su padre temiendo lo que haría él.
“Necesito volver a escribir. Mi madre ha llegado llorando a casa con un ojo morado. No me ha querido contar lo que le ha sucedido, pero la he escuchado llorar hablando con mi vecina, la señora Agustina, acerca de una bronca que había tenido con mi padre. No quiero ni imaginarme qué hará en cuanto llegue, no sé si vendrá a por mí por suponer que yo apoyo a mi madre o si volverá a por ella para rematarla. Tengo miedo…”. El diario estremecía a Johann mientras pasaba los ojos por las líneas escritas por aquella pobre chavala. Estoy seguro, cuando llegue mamá voy a preguntarle acerca de todo lo referente al diario, se dijo Johann. Quiero que me cuente todo lo que sepa sobre él.
Amanda tenía el tabique nasal roto, según había diagnosticado el médico. Fue entonces cuando el joven tuvo que dejar radicalmente de leer. También fue entonces cuando unas llaves sonaron tras la puerta y Marta entró a través de ella con el rostro oscuro y abundantes lágrimas en los ojos.
Johann corrió hacia ella y la abrazó al ver que su madre lo necesitaba. Ésta lloró y lloró durante largo rato…