La situación era algo incómoda: Pedro acababa de cruzar el umbral de la puerta de entrada y se había quedado parado al ver lo que tenía ante sí; Johann estaba sentado junto a su madre, ambos perplejos, ella más que él, pero el chico no conocía el motivo por el cual el rostro de su madre había cambiado de manera tan repentina cuando escuchó el sonido de las llaves en la puerta, el sonido de que, sin duda, alguien cuya presencia no le agradaba, llegaba a la casa; Ana se había ido, pero Pedro pareció adivinar que la amiga de su hijo había entrado en casa, y no sabía por qué, pero tenía la sensación de que habían estado solos, lo cual le hizo cambiar de actitud.
Las miradas de Marta y Pedro se cruzaron por un instante, y éste la desvió antes de que ella lograse articular palabra alguna. La mujer había tratado de levantarse rápidamente y de decirle qué era lo que estaba pasando, pero no le dio tiempo, pues su marido fue directamente hacia las escaleras que llevaban a los dormitorios, sin articular tampoco ninguna palabra. Fue una situación tanto extraña como silenciosa. El único sonido que se escuchó fue el de los pasos de los padres de Johann, más bien de su padre, apresurándose hacia su habitación. Marta, por su parte, estaba indecisa, no sabía si ir corriendo tras él para hablar en privado con su marido, o quedarse, pero terminó tomando el camino tras su esposo, dejando en los oídos de su hijo el mismo sonido que había dejado Pedro al subir las escaleras. Sin más, el único sonido que Johann recordaría de aquella situación, pensaba él mismo, era el de los pies pisando sobre los escalones. Una única diferencia mediaba en la sala, también en el sonido: Marta llevaba unas sandalias que resonaban al pisar los escalones, mientras que Pedro, según había visto Johann, llevaba sus botas habituales y daban un sonido seco, frío, como el ambiente de la casa en aquel momento.
Johann se quedó más que estupefacto. Sabía que a su padre no le gustaba que él se quedara con sus amigos en casa solo, y menos aún que lo hiciera con amigas, pero Pedro no podía haber adivinado que él había estado allí con Ana. Si su madre se lo dijera, pensó Johann, el salón se convertiría en un campo de batalla. No sabía ya si debía salir de casa corriendo o quedarse y aguantar el dolor de los sermones de su padre.
Pedro estaba apoyado en el marco de la ventana, mirando a través de ella el exterior, en silencio. La habitación estaba envuelta en la oscuridad que, a pesar de ser una hora en la que la luz del sol es fulminante, no solía irse. A Johann siempre le había recordado aquella habitación a un sueño en el que apenas se puede ver lo que hay alrededor de ti mismo. Marta se atrevió por fin a entrar en el dormitorio, temblando de miedo, y se acercó poco a poco a su esposo, que no mostró intención alguna de querer mirarla a la cara. Todo estaba en silencio, al igual que la situación que el hijo de ambos había vivido segundos atrás. La única luz que entraba por la habitación era la poca que dejaba entrever la persiana, que estaba casi cerrada. Pedro miraba la calle a través de los cristales transparentes, acertaba a ver cómo la gente caminaba por delante de su hogar.
–¿Estás enfadado? –preguntó Marta tras situarse justo detrás de su marido. Éste no parecía decidido a responder. Volvió entonces la mujer a intentar sacar alguna palabra de su boca–: Vamos, dime, ¿qué te ha pasado? ¿Te hemos hecho algo Johann y yo para que pusieras la cara que has puesto?
No hubo respuesta alguna. El sonido de la voz de Marta se volvió a esfumar en la oscuridad eterna y el silencio de la habitación. Pedro aún seguía apoyado en el marco de la ventana, no parecía inmutarse.
Marta volvió a hablar:
–Dímelo, al menos así, si es irremediable, lo sabremos, haré que te pida perdón.
Pedro, definitivamente, se vio rotundamente negado a contestar. Su mujer, que entonces se había situado a su derecha y le observaba, esperando a que la mirara de una u otra manera, como vio que Pedro apenas reaccionaba, se acercó a él y le tocó la mejilla para que volviese su rostro hacia ella. El hombre accedió sin oponer resistencia. A Marta le extrañó ver que a los ojos de su marido asomaban lágrimas, aunque no sabía de qué, pero se dio cuenta de que a medida que se sucedían las milésimas de segundo, trataban de salir con más fuerza y de resbalar por sus mejillas.
–Me…me…–Pedro no logró articular las palabras, sólo pudo decir dos que no llevaban a ninguna parte, pero después de intentarlo, su fuerza se desvanecía y los sollozos ahogaban su voz. De repente, las lágrimas que estaban esperando la señal de fuego para salir a correr, se abalanzaron contra sus mejillas y rodaron monte abajo. Pedro estaba llorando. Su rostro se encogía con cada respiración y daba un retumbo con cada suspiro.
Marta trató de calmarle rodeándolo con los brazos, pero su marido soltó un grito que a Johann le hubiera supuesto encender las alarmas de peligro. Marta, al notar a su marido moverse bruscamente, separó en un instante las manos de su cuello. Fue entonces cuando empezó a comprender algo: la parte izquierda del cuello de Pedro, por debajo pero muy cerca de la oreja, dejaba ver un fuerte corte que parecía haberse producido en un solo movimiento de forcejeo. Pedro, como supo que su mujer ya había visto la herida, se echó a llorar desconsoladamente, como Marta nunca le había visto, y se abrazó a su esposa para ahogar los llantos y las señales de tristeza que se escapaban de su garganta.
Johann, por su parte, no sabía qué estaba ocurriendo, sólo escuchaba lejanos murmullos. Suponía que su madre había cerrado la puerta de la habitación, así que estarían hablando de algo íntimo, por lo que no debía molestar llamando a la puerta. De modo que no hizo nada más que volver a encender la televisión y marcar el canal que siempre solía ver.
No pudo resistirlo. Apagó la tele, lanzó el mando en el sofá, donde sabía que caería sin sufrir ningún daño, y fue hacia la habitación de sus padres para ver qué pasaba, por qué estaba su padre llorando. Nadie había visto nunca a Pedro llorar tan desconsoladamente, es más, no solía llorar delante de nadie, y menos de su hijo. Johann llamó a la puerta del dormitorio y esperó a que abrieran. Marta abrió muy poco la puerta, lo suficiente para que su hijo pudiera verle la cara y apreciar que Pedro estaba sentado en la cama, encorvado y de espaldas a la puerta.
–¿Qué quieres? –le preguntó Marta a Johann en un tono elevado, como si estuviese tratando de dar a entender a su marido que quería que los dejaran a solas. Al ver la cara de su hijo ante tal volumen de voz, susurró–: Vete, siéntate en el sofá o vete a buscar a Ana o a algún amigo. No tiene nada que ver con lo que hemos hablado.
–Marta –la voz de Pedro sonó al fondo de la habitación, que ahora estaba iluminada gracias a la luz eléctrica.
La madre de Johann se volvió un segundo e hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza. Acto seguido, se giró de nuevo hacia su hijo y le indicó que se fuera con la mano. Éste asintió y obedeció, bajó la escalera rápidamente, como si quisiera largarse sin que el tiempo transcurriera, cogió las llaves y el móvil, y salió de casa dando un portazo sin intención.
Pedro se había relajado un poco, había dejado de llorar y estaba secándose las lágrimas que tenía en la cara cuando su mujer se sentó a su lado en la cama de matrimonio y le pasó la mano por encima del hombro. Esperó a que pasara el tiempo preciso para que el silencio se volviera a apoderar del momento y le preguntó:
–¿Me vas a contar qué te ha pasado en el cuello? ¿Cómo te has hecho eso?
–Iba por la calle tranquilamente, pensando en mis cosas. No tenía intención de pegar a nadie, sabes que no soy así. Pero de buenas a primeras se me atraviesa un chalado con un coche y me grita que me aparte de su camino, cuando yo iba por la acera. Ya sabes cómo son los conductores hoy en día –Pedro parecía más calmado ahora que su mujer estaba tranquilizándolo, de modo que podía hablar mejor y explicarse perfectamente–. Me giré y le miré. El tipo detuvo el coche y se bajó con expresión furiosa. No lo conozco, no me parece haberlo visto nunca antes en esta ciudad. Empezó a gritarme y a empujarme mientras se formaba un corro de gente alrededor de nosotros. Cada vez estaba más pegado a la pared, así que tuve que enfrentarme a él –la expresión del rostro de Marta cambió, se puso algo más seria, pero supuso que entendía lo que le había ocurrido, que entendía que se viera obligado a plantar cara a su adversario–. Le empujé y le dije que yo no le había hecho nada para que se pusiera así, que me dejara en paz, pero se puso más chulo y se sacó del bolsillo una navaja. Ya sé que parece de película de acción americana, ya sé que parece increíble, pero, Marta, dale gracias a Dios porque esté aquí. Se me abalanzó sin pensárselo dos veces, y lo único que pude hacer es apartarme. La navaja no llegó a darme directamente, me habría matado si lo hubiera conseguido, pero el hijo de puta se giró y me rozó el cuello con la punta de la hoja. Ya ves el corte que me ha hecho y sólo me ha rozado. Tengo suerte de estar vivo.
Marta contrajo los pómulos cuando escuchó el modo en que le habían hecho aquella herida a Pedro. Éste le contó que había estado a punto de morir en un momento, que se había formado un círculo cada vez más lleno de observadores a su alrededor, que los acompañantes del tipo que le había atacado gritaban para aumentar la presión. Por último, dijo que habían llegado varios agentes de policía que deshicieron el problema y detuvieron al atacante.
–¿Cómo se llamaba ese cretino? –preguntó Marta ya enfurecida.
–No lo sé, oí decir a sus compañeros el nombre de Alan, pero no conozco sus apellidos, y no estoy seguro de si ése sería el nombre o fue una impresión equivocada. Lo que sí sé es que el agente Admirado me ha salvado la vida.
–No te preocupes, encontraremos a ese cabrón.