–A ver, cuéntame, ¿qué está pasando con esta chiquilla? –Marta parecía una profesional por cómo preguntaba a su hijo acerca de lo que acababa de presenciar al entrar en casa. Johann se sentía interrogado, como si estuviese en la comisaría de policía, con una única diferencia: su madre era quien le estaba haciendo las preguntas.
–Nada, estaba solo estudiando y llamaron a la puerta. Abrí y estaba Ana en el porche, y para no charlar en la calle le dije que entrara y se sentara en el sofá, así estaríamos mejor. Hacía tiempo ya que no la veía por las tardes, ya sabes cómo estoy de ocupado últimamente con los estudios, no puedo ni pararme un rato a ver la tele –Johann había empezado a dar una charla contando con todo detalle lo que había ocurrido desde que su amiga entrara en casa. Le contó que habían estado hablando de todo tipo de cosas: desde la teleserie que estaban dando por la tele hasta los estudios, lo cual era habitual entre los dos amigos.
–Bien, entiendo. Entonces, ¿por qué estabais besándoos cuando abrí la puerta?, y lo peor de todo, ¿por qué solos?
–Pensaba que no te importaba…
–No me importa, Johann. Es más, te animo a hacerlo, mejor aquí que en cualquier rincón callejero, ya te lo he dicho muchas veces, pero imagínate que quien entra por esa puerta es tu padre en vez de ser yo. Ya sabes que a tu padre no le gusta que traigas amigos a casa, cuanto menos si se trata de una chica a la que le estás comiendo todo el morro cuando entre cualquiera –Marta estaba siendo sincera. A ella nunca le había importado que Johann trajera amigos a casa, ni que trajera novias, si es que las había tenido. Pero sabía que Johann nunca había tenido una novia estable, siempre habían sido rollos de una noche en una fiesta o asuntos parecidos. Sabía esto, y mucho más, porque su propio hijo tenía confianza en ella y le contaba sus más íntimos secretos, todo lo contrario a lo que hacía con su padre, lo cual a ella le parecía mal y al mismo tiempo le daba pena, porque su padre también tenía derecho a saber cosas acerca de su hijo, pero, para desgracia de ambos, Pedro era demasiado tradicional. Tras un período de silencio que al chico se le antojó más que eterno, su madre preguntó–: ¿Te gusta Ana, o sólo ha sido un calentón de esos que tenéis los chicos de tu edad?
Johann estaba extraño ese día. Ya desde que encendió la tele notaba que se sentía raro, después había estado igual con Ana y ahora sentía que le daba vergüenza contarle a su madre que estaba colado por su amiga desde hacía ya mucho tiempo y que nunca se había atrevido a decirle nada. Pese a todo, se vio obligado a contestar con total sinceridad:
–Sí, me gusta. Hace ya tiempo. Me encanta. Estoy… creo que estoy enamorado, pillado, diría que tremendamente colado –entre frase y frase, entre adjetivo y adjetivo, había una larga pausa en la que aprovechaba para tomar aire y contener los nervios y un poco las lágrimas, pues pensaba que se iba a echar a llorar de un momento a otro. A pesar de todo, parecía poder contener más de lo que pensaba. Dio un buen sorbo de su vaso de agua helada.
Marta había adoptado una actitud distinta desde oyó salir de la boca de su hijo las palabras “me gusta”. Tenía tantas ganas de que su hijo estuviese enamorado de verdad, tantas ganas de ver a su niño con una chica de la mano, que esas palabras hicieron mella hasta en su forma de hablar, que dio un repentino cambio. Frente a la actitud intimidatoria anterior, adoptó un modo mejor de ver las cosas, una mejor forma de hablar, de entonar cada palabra, con la mayor suavidad que era capaz de añadir a sus preguntas y respuestas.
–En ese caso –continuó Marta–, será mejor que hables con ella. Aunque ya veo que habiéndola besado y… bueno, habiendo hecho las cosas que habrás hecho antes de que yo llegara a casa, estará más que hablado.
–¡No! Por Dios, no hemos hecho nada más. Ha sido de repente, no me lo explico. Estábamos hablando de mis notas y de repente me soltó que estaba enamorada de mí, y yo que llevo tanto tiempo queriendo lanzarme, me dejé llevar… –parecía que Johann estuviera arrepentido o bien de haber besado a su amiga, o bien de que su madre les hubiera pillado en pleno momento sentimental, pero el chico no dejaba de sentirse incómodo. Ahora sabía que era porque admitía que estaba enamorado de Ana, tremendamente enamorado añadiría él mismo, y que tendría que hablarlo con ella, para lo cual necesitaría seguro la ayuda de su madre. Bebió otro sorbo de su agua, cuyo frescor le pasó por la garganta como un vendaval de alivio–. Mamá, quiero hablarlo con ella, quiero que acceda a salir conmigo, llevo esperando esa respuesta mucho tiempo. Pero no sé cómo hacerlo. ¿Tú me podrías ayudar? Como una amiga…
–¿Yo? Pero si yo soy del siglo pasado, yo no sé las cosas que hacéis ahora los adolescentes para que se pueda decir que sois pareja sentimental. Sin ir más lejos, he visto en la calle esta mañana una pareja de tu edad, y llevaba ella un carrito con un bebé y él la abrazaba como si fuese su marido. Johann, sois adolescentes, deberías hablarlo tú mismo. Es posible que si yo te dijera lo que tienes que hacer y trataras de hacerlo como yo te hubiera instruido, no consigas gran cosa. Quizá tu amiga no sea como yo era cuando tenía su edad. Lánzate tú, háblale de lo que a ella le gusta, seguro que conoces bien sus gustos, si llevas pendiente de ella más tiempo que de los estudios –Marta soltó una risita pícara que, de haber estado Pedro en casa, no hubiera sido agraciada. Tenía razón: ella pertenecía a otra generación, una generación en la que las jóvenes volvían a casa a las once de la noche porque sus padres no las dejaban más tarde, una generación en la que las adolescentes como Ana estaban incluso mal vistas por tener una figura esbelta y una belleza ideal, una generación, en pocas palabras, distinta de la que vivía su hijo. Muy a su pesar, tenía que comprender que las técnicas que se utilizaban en su época eran en la actualidad ya demasiado anticuadas, a pesar de no ser Marta tan mayor.
–Tienes razón… tendré que decírselo yo mismo e improvisar. Nunca se me ha dado bien. De hecho, siempre la he cagado de una manera u otra, pero tendré que intentarlo, de lo contrario nunca podré hacerlo por mí mismo. Gracias, mamá, me ayudan estas conversaciones –dijo, y acto seguido llenó de nuevo el vaso de agua con la jarra que había traído su madre mientras hablaba, y bebió un largo trago.
Marta parecía satisfecha con la conversación que acababa de tener con su hijo, pues su hijo no solía hablar de amores. Siempre le había contado todo tipo de curiosidades, pero nunca nada acerca de su verdadero amor, que parecía ser Ana por cómo se le iluminaban los ojos cuando hablaba de ella. Con todo el cariño y todas las fuerzas que son capaces de reunir las madres orgullosas, Marta dio un abrazo a su hijo, quien se ruborizó, y lo besó en la mejilla en señal de ánimos.
La sensación de alivio en cuanto a ese tema duraría en Johann durante el resto del día, pero la sensación de felicidad que tenía en ese momento se desvaneció cuando vio la forma en la que el rostro de su madre cambiaba en cuestión de segundos. Marta estaba mirando hacia la ventana y, al parecer, había visto pasar a alguien por ella. Su cara era una clara muestra de horror, de temor, de ansiedad, y su mirada se cruzó por una milésima de segundo con la de Johann antes de desviarse.
La puerta de entrada se abrió y Johann se giró rápidamente para mirar hacia ella, ya que había visto la señal de miedo en la cara de su madre. Vio cómo entraba su padre en casa.