Era una sensación maravillosa. Johann estaba literalmente amarrado a Ana. Ambos estaban abrazados en el sofá, con la televisión apagada, con el silencio reinando en la sala, con el calor de los cuerpos despegando del pecho de una para recaer en el del otro. La sensación de bienestar abundaba en sus mentes y en sus corazones, aún no en sus sentidos. Estaban callados, mirándose el uno al otro a la cara. Johann trataba de no mirar a ninguna otra parte del cuerpo que tenía sobre él, a ninguna de las partes a las que había mirado antes de atreverse a besar a la belleza que había postrada a su lado. Ninguno articulaba una palabra, ninguno emitía apenas sonido, el único sonido que se oía era la respiración de los dos jóvenes.
A pesar de tal sensación, sabían que no podían estar así, sobre todo Johann. Su padre no consentía que llevara a ningún amigo, especialmente amiga, a casa mientras que ésta estaba deshabitada. Una vez había invitado a un compañero de clase para explicarle la lección de alguna asignatura y no había nadie en casa, por lo que Pedro había pronunciado uno de los sermones que tanto hartaban a su hijo. Marta, su madre, en cambio, no era del mismo modo de pensar: ella sí dejaba que su hijo entrara y saliera con quien quisiera en su casa, para eso era su casa aunque la pagara el padre, pero las familias tenían que compartir, y ésa era una de las mejores formas que la mujer tenía de dar a Johann libertad. Es por eso que el muchacho siempre había confiado en su madre, siempre había confiado en que si alguna vez llegaba a estar con su amada en su casa sin nadie más que molestara, si entraba alguien, que fuese su madre.
Estaban los dos abrazados cuando Johann pudo escuchar de lejos que alguien se acercaba a la casa, que alguien estaba pisando en su porche, que alguien se disponía a abrir la puerta y entrar, que ese alguien los pillaría in fraganti en medio de un abrazo, que no era más que un abrazo, pero que podía llegar a malinterpretarse de muchas maneras. Suplicó que no fuera su padre, que su padre no fuera el que estaba abriendo la puerta. Pero también se le pasó por la cabeza la idea de que podría ser el hombre al que vio desde la ventana de la habitación de Ana, o el hombre al que había visto momentos antes cuando su amiga entró en casa, el hombre que había montado en el coche que tenía a su lado y había salido tranquilamente en marcha. Con todo, no quería que fuese ninguna de esas posibilidades. Tuvo suerte, a pesar de todo, tuvo suerte, podía haber sido peor.
Marta abrió la puerta principal, dejando un sonido al retirar la llave de la cerradura, un sonido que a Johann llegó a antojársele placentero. Supuso que a Ana también se lo pareció. Aun así, ambos se sobresaltaron y desnudaron el nudo que se habían hecho. Se soltaron. Estaban incómodos, pues nunca habían estado ni dándose un beso como el que habían tenido la suerte de poder darse, ni solos en casa de uno de los dos. Ahora que sabían que se gustaban mutuamente corrían por sus pensamientos las ocasiones en las que se habían quedado solos durante un tiempo fugaz y no habían hecho nada más que seguir hablando.
La madre de Johann también se sobresaltó, pero no se vio en su cara el menor signo de enfado, como se habría visto si hubiera sido Pedro quien entrase en la casa. Únicamente saludó a los jóvenes con un “hola” sonoro y feliz, y continuó su camino hasta la cocina, donde dejó las bolsas de la compra y se sirvió un deseoso vaso de agua bien fría.
–¡Qué calor! ¿Verdad, chicos? –realmente, a ojos de Johann, su madre parecía muy normal. Podría notar incluso cierta extrañez en su ánimo, pues se la veía contenta. Desde que saliera del hospital, sus heridas habían ido sanándose progresivamente a un ritmo considerable. Su cara ya no era lo que había sido en el momento en que alguien le propinó una paliza sin venir a cuento. Tenía la nariz aún un poco hinchada y los moratones que tenía en los ojos aún seguían allí, pero el labio había cicatrizado gracias a los productos que le proporcionó doña Salomé. Doña Salomé volvía a llamarse así bajo opinión de Johann, pues se había portado muy bien con su madre y le había ayudado en la escalada a la montaña del optimismo que tanto había costado subir a Johann.
–Sí que hace calor, mamá. Estábamos aquí hablando porque en la calle hace aún más calor. Aquí al menos tenemos ventilador… –a Johann se le notaba que estaba nervioso, pues su madre lo había descubierto abrazado a su amiga, aunque podría haber sido peor, podría haberlos encontrado en pleno acto sexual, lo que no les habría hecho ninguna gracia a los muchachos. Con todo, Marta hizo caso omiso del claro nerviosismo de Johann y se sentó en la silla que siempre había junto al marco de la puerta de la cocina, justo enfrente del sofá.
–He ido a la compra y me he sentido tan bien… me ha dicho el frutero que estoy muy guapa. ¿Se me ve mejor aspecto?
–¡Pues claro! –contestó Ana, metiéndose en medio de la conversación de manera enérgica, interrumpiendo a Johann–. Estás estupenda, Marta, cada vez tienes mejor las cicatrices, cada vez se te notan menos. Me alegro de que estés mejor.
Marta se sentía halagada. Siempre se sentía bien hablando con la muchacha. Cuando estaba en el hospital la llamaba cada poco tiempo para que le dijera cualquier cosa, cualquier comentario de Ana hacía que se sintiera mucho mejor. Era evidente, por otra parte, que Ana también trataba de romper el hielo, de que la mujer se olvidara de lo que acababa de ver. Tan pronto como pudo, apartó el tema de conversación consistente en la imagen de Marta para decir:
–¡Anda! Se me ha hecho muy tarde… he de irme. Aún tengo que estudiar para el examen de la semana que viene –se dirigió luego a Johann y continuó hablando–. Recuerda estudiar todo cuanto puedas, ¿eh, Johann? Que este examen está hecho para ti. Me voy, que si no, me darán las tantas de la madrugada estudiando este fin de semana –se levantó y fue hacia la puerta principal. Se giró y vio que Johann se había levantado para ir en pos de ella, como ella deseaba, y que la madre de éste también se había levantado. Marta se despidió con la mano de Ana y se fue a la cocina para soltar el vaso. Johann abrió la puerta a su amiga y ésta salió, diciéndole mediante señas que le llamaría más tarde.
Cuando la joven se hubo marchado a su casa, Johann fue de nuevo al sofá y se volvió a sentar. Estaba agotado, pero sintió un cansancio aún mayor cuando vio a su madre salir de la cocina con cara de querer charlar sobre un asunto en concreto. Nunca le había importado contarle a su madre las cosas íntimas que rondaban su cabeza, su corazón, pero en ese momento no tenía ganas de explicarle todo lo que había sucedido momentos atrás, antes de que ella llegara, estaba más bien consternado por lo que había ocurrido, y no creía poder contarlo con todo detalle, como siempre le gustaba a Marta que le contara sus sentimientos para poder “diagnosticar” su situación. Su madre se acercó a él y le puso entre las manos otro vaso de agua helada. El chico no sabía qué había exactamente en los pensamientos de Marta, si le iría a echar la bronca y por eso le traía el vaso de agua, o si le iría a interrogar y se lo traía para que no se le secara la garganta. Pensando en qué le repararía el futuro inmediato en aquel salón, aceptó el vaso con un gesto de agradecimiento algo pobre. Hacía demasiado calor para tener la garganta seca, y además tendría que vaciarlo y llenarlo más de una vez durante toda la conversación.