Desde que Johann derramara aquel mar de lágrimas cuya causa principal fue la tensión a la que estaba sometido a causa de lo que había visto en el hospital, de la discusión con su padre y con Salomé, y de la visión de aquel extraño tras la cortina de su habitación, habían pasado cuatro semanas, casi un mes. Había tenido que sufrir la tensión también de presentarse a un examen de latín, el que tanto temía, sin apenas haberse repasado el temario, sin apenas haberle dedicado el tiempo suficiente a causa de la hospitalización de su madre. Había tenido, en consecuencia, que sufrir el tremendo impacto que tiene que sufrir un estudiante que se esfuerza al máximo cuando suspende un examen. Su ánimo iba disminuyendo cada vez más a medida que iba sucediéndose toda aquella serie de circunstancias.
Las semanas le habían parecido años, siglos, al mismo tiempo que minutos, segundos, cada sensación por un motivo diferente. Su madre se había ido recuperando poco a poco de la paliza que había recibido, Johann cuidaba de ella cuando podía, cuando su estrés se lo permitía –en cierta manera–, cuando no tenía demasiadas cosas que hacer. A pesar de todo, el joven ya no estaba tan impactado por la situación de su madre, sabría que se iba a recuperar, por lo que no vio necesaria la total asistencia al hospital, idea que nunca le resultó buena desde antaño. Marta, por su parte, también iba subiendo por la escarpada cuesta del optimismo y se veía a sí misma como un payaso, no con malas impresiones, sino como insultos amistosos hacia su propia persona. La persona de uno es intocable, por mucho que los demás digan de uno mismo, lo que éste realmente piensa es lo que vale –eso siempre es útil, o en la mayoría de los casos–. Por eso Johann decidió que cuidaría de su madre de vez en cuando, porque ella misma se veía en buenas condiciones, mejorables pero buenas, y que el resto de los cuidados los dejaría de la mano de su padre, quien también participaba en dar ánimos a su esposa.
Ana, la amiga de Johann, también había suspendido el examen, no por acompañar a su amigo en los cuidados de Marta, sino por asuntos muy distintos. Al parecer, estaba atravesando un mal momento sentimental, Johann no sabía por quién, pero sí observaba a menudo leves y breves lágrimas asomar por los ojos de la rubia. A pesar de todo, la chica trataba de pasar desapercibida y ocultaba a su amigo por quién suspiraba, o lloraba a escondidas, de manera que incluso de vez en cuando llegaron a echarse miradas desafiantes el uno al otro, normalmente siendo la de Johann la más atacante, la más enojada, la más decepcionada.
Los apuntes de latín rondaban de un lado al otro de la mesa, al igual que rondaba de un lado al otro de la mente de Johann cada idea acerca de ese asunto que aún le ponía nervioso e incluso le enfadaba: el diario. Éste, según había comprobado el chico varios días atrás, volvía a estar en su situación habitual. Su madre había llegado del hospital con él en la mano y lo había colocado, sin mediar palabra alguna ni con su marido ni con su hijo, bajo la pata coja del sofá, dejando de nuevo éste en equilibrio. Johann no podía ver otra cosa que lo que había en la realidad: el sofá sostenido por el diario que tan nervioso, cada vez más, le ponía. Volvía el latín a la mente del estudiante, volvía éste a la concentración de su estudio, volvía a colocar los apuntes derechos ante sí y a releerlos una y otra vez, no sin quitarse de la cabeza ninguno de aquellos asuntos que merodeaban como almas en pena por su inconsciente. No agradecía estudiar latín, pero menos aún si se trataba de estudiarlo para recuperar una nota que siempre había sido alta, y muchísimo menos aún cuando tenía tal cantidad de asuntos dispares metidos en la cabeza todo el tiempo. Necesitaba olvidarse de todo aquello, pero no sabía cómo hacerlo. No vio ninguna otra opción más que levantarse y salir de su habitación, saliendo a su vez de todo lo relacionado con el estudio, pero no de lo que se refería a su estrés ni a sus pensamientos.
Fue al salón y se sentó en el sofá. Este mueble debe de ser famoso ya en todo el instituto, pensó el muchacho. Se había dado cuenta hacía ya tiempo de que estaba solo en casa, se había dado cuenta de que podía relajarse. Encendió la televisión y presionó con ansiedad el botón del mando que llevaba siempre a su canal favorito, el de las series de televisión repetidas que siempre echaban a media mañana los sábados. Dio exactamente con la serie que más le gustaba, una tal Cosas de jubilados que relataba las situaciones de unos ancianos al mismo tiempo que éstos eran jóvenes. Curiosamente, le hacía gracia, reía a carcajadas cada vez que uno de ellos, el más gracioso de los cuatro protagonistas, decía un chiste. No solían ser así los momentos en los que el joven veía la televisión, pues ésta se encendía por su mano muy pocas veces al cabo de la semana, al cabo del mes, casi ninguna al cabo del día, siempre prefería leer a estar viendo programas televisivos de media tarde.
Sonó el timbre sin que el muchacho lo esperase. Se sobresaltó, pero no fue un enorme susto como el que había escuchado casi un mes antes, y fue a abrir la puerta. Cuando la abrió, vio que en el porche no había nadie esperando que le recibiera. Nadie caminaba por el extenso porche que tenía la casa, como solían hacer todos los que apretaban el interruptor del timbre para esperar a que la puerta se abriera. Salió de la casa y miró hacia su alrededor: nada, por no haber, no había ni un coche en movimiento, todos quietos, todos vacíos, todos apagados. No encontró a nadie en la calle.
Entró y se volvió a sentar en el sofá para someterse de nuevo a su placentera sesión de risotadas viendo la serie de televisión. Apenas pasaron dos minutos, cuando sonó de nuevo el timbre. Llegó a pensar que sería una broma, pero se volvió a levantar para asegurarse de que no se trataba, o sí, de eso. La puerta dejó ver de nuevo el mismo vacío, pero cuando Johann fue a salir de nuevo para mirar por todo el porche, encontró algo que, al mismo tiempo que le sorprendió, le alegró ver.
Estaba de espaldas, mirando hacia la carretera como si estuviese calculando una estrategia. Vestía un pantalón vaquero corto y una camiseta amarilla, suelta, que dejaba ver un poco la espalda por su trasparencia. Se volvió antes de que Johann pudiese terminar de observar lo que veía. Se fue hacia él y le besó la mejilla.
–Te echaba de menos –dijo Ana en tono patético, como suplicándole que la hiciera entrar y sentarse con él a ver la televisión. Hacía varios días que no se veían por las tardes, y Johann tampoco pensó que aquel sábado por la mañana se le ocurriese a la muchacha hacerle una visita, pero así era.
–Ah… pasa, pasa –la invitó Johann, algo nervioso. Se sentía extraño, era una sensación rara, ni buena ni mala, sólo rara. Pero trató de contenerse y fue detrás de su amiga, que se dirigía al sofá con paso decidido, exhibiendo sus caderas y su trasero, que, a ojos del muchacho, le parecieron más marcados que nunca.
Johann se volvió para cerrar la puerta. Vio por un segundo algo, o a alguien, que sobresalía detrás de un coche azul marino que estaba aparcado frente a su casa, cercano al garaje de Ana. Se movió, cualquiera que fuese el tipo que estaba detrás del coche, se movió, y se levantó además, mirando a Johann. Éste se quedó por un instante paralizado, pero no logró verle la cara. El extraño se metió en el coche y arrancó el motor tranquilamente, como si nada hubiese sucedido. Será un visitante, se dijo a sí mismo el muchacho, mientras cerraba la puerta.
El hombre se puso sus gafas de sol y pisó el acelerador, sabedor de que volvería de nuevo…