Jugabas tranquilo, impregnando tu pantalón de aquel polvo blanco que rezumaba el recóndito rincón que te servía de escondrijo. Allí, encogido y relajado, dueño de una débil pero certera seguridad, jugabas a desaparecer con la simple cerrazón de tus ojos. Bastaba con la febril palpitación de la sangre en tu recién estrenadas venas y con la luz reflejada en el cristal para saberte vivo. Apenas importunado por una sutil brisa y por los llamamientos maternos, te sentías dueño de un inexorable secreto que te reportaba una felicidad sin límite.
Un día, otro más dentro de aquella concatenación de felicidad, conociste el feroz secreto que se escondía recubierto de papel en el salón cuando buscabas tu cuarto. Supiste que aquella plenitud se acababa y que el pedregoso camino surgía imparable bajo tus pies. Te aferraste ferozmente a los últimos vestigios de aquella atlántida pueril, pero tras tus uñas desolladas sólo quedó desolación, urgencia, deterioro, infelicidad y el deseo incontenible de volver a ser un niño.