El pulpero Filomeno casi no lo cree, el hacendado Don Francisco Montalvo, un hombre grande que era dueño de muchas casas durante el virreinato pidió la mano de su hija (Leonor). Seamos sinceros, esta no era una joven ni bonita y sus modales eran bastante básicos. El pulpero cree que la fortuna le sonríe, pero esto no es así. Leonor antes de cumplir los 18 años de edad termina casada con un hombre mayor, impotente y muy celoso. Él construye una casa para mantenerla encerrada y así evitar que ella busque algún joven de quien enamorarse. Obligada a padecer en silencio esta desdicha la joven ve cómo pasan sus años.
“Leonor Montalvo era como su casa de San Isidro: la uniformidad de su recato exterior disfrutaba lo que adentro escondía. Agarrotada por un marido celoso, cuidada como un objeto frágil, no dejaban aflorar las tempestades de su ánimo. Aprendió de Don Francisco a pronunciar sólo palabras ineludibles. Cruzaba como una sombra las galerías y nadie, ni su esposo taciturno ni las negras que remendaban infinitos lienzos, hubiera podido penetrar qué pensaba, qué soñaba, ni presentir en las líneas leves que empezaban a marcar su frente lisa la huella de una protesta contra la vida monjil que le había deparado la suerte.”
Pasaron los años hasta que la sombra de la muerte de Don Francisco aparece.
“En 1748, cuando el hidalgo contaba con setenta y dos años y parecía un fantasma de aquel que seis lustros antes había alumbrado las aspiraciones del ya difunto Filomeno, un ataque postró a Don Francisco. El físico que audio de Buenos Aire, con más pompa que luces, declaró que se había roto un canal en su cerebro. Aconsejó reposo pues las consecuencias podrían ser fatales. (…) Aquella noche acostaron a Don Francisco más temprano que de costumbre (…) A los pies de la cama, Leonor desenroscaba un rosario de amatistas. Su sombra cuadrada, maciza, se volcaba sobre las esteras del suelo. Hundido en los almohadones, el viejo la espiaba. Meditaba la señora. Su vida entera desfilaba por su imaginación como pasaban por sus dedos las cuentas cristalinas. La veía en sus detalles íntimos y del fondo de su animo se levantaba por fin la rebeldía como un perro castigado por muestra los dientes (…) ¿Sobrevivía Montalvo? ¿O se iría para siempre atravesando las rejas de las ventanas? ¿Y si partiera para el viaje tenebroso, era justo dejarlo ir así, con la sensación del triunfo?”
Frente a la mirada desconfiada de Don Francisco Leonor se rebela por primera vez.
“Insensiblemente, como quien piensa en voz alta, Leonor comenzó a hablar… El caballero parecía un heno que ardía sin crepitar, un leño podrido que las llamas iban vaciando por dentro, comiendo el corazón. Aleteaban sus párpados. Hubiera querido apretarse las manos en el oído, imprecar, rogar, pero nada era posible (…) Leonor hablaba como una poseída, confesaba las minucias más horribles, sin rotreceder (…) ¿Qué no le dijo en las horas tendidas hasta el amanecer? Las traiciones, una a una, representaron en el aposente sus escenas infames, que ella declamaba cambiando el tono y exagerando el ademán. Y entre unas y otras enlazábase el ritornelo de las acusaciones irónicas y sañudas al hombre incapaz de hombría. Don Francisco vio con nitidez al guitarrero más joven y más hermoso de la pulpería conducido por sus negros al cuarto de Leonor, durante uno de sus viajes a Córdoba. Vio al buhonero andaluz que, aprovechando una de sus ausencias a Buenos Aires había conseguido deslizarse al estrado con sus baratijas (…) Vio, a medida que trascurrían los años, a los esclavos robustos de Anola -¡sí, los mismos negros! ¡Los mismos negros!- buscando con el labio goloso el pecho blanco del ama, entre las cortinas de la cama enorme. Y así… y así… estremesíase el salón con el chasquido de los besos con las risas lascivas, con los quejidos pecadores. Ahora, mientras estallaba la fanfarria de los gallos en la huerta, la orgía culminaba con la estampa grotesca de la matrona acosada en su otoño por Don Sacristán, el esclavo idiota.
Como un reloj que se para, roto e mecanismo, detúvose el tic que desencajaba el ojo izquierdo del hidalgo. La hija del pulpero continuo girando, desbocada, azuzada por la histeria.
De repente la inmovilizo el terror. Fue como si el muerto hubiera recobrado el dominio. Entonces, inesperadamente ágil, la gruesa mujer huyó por los corredores hacia su alcoba. El eco de sus mentiras la seguía, rebotando en las puertas, entre el zumbido de los abejorros y de los insectos peludos escapados de la habitación.”
Este artículo cuenta con un fragmento de Los amores de Leonor Montalvo – 1748 de Manuel Mujica Laínez.