Ha llegado, aunque con retraso a causa del escaso tiempo del que uno dispone últimamente, el artículo destinado a los jueves de cada semana, las Citas Caprichosas. Antes que nada, voy a pedir perdón a los presentes por la demora. Y una vez dicho esto, vamos a adentrarnos en el tema de esta semana.
Para hoy –realmente, para el jueves–, he recordado una cita que recogí hace ya varios meses, cuando leí una de las tantas novelas de José Saramago. Su título era La Caverna, una recreación del mito platónico plasmado en hojas de papel a modo de novela, con una historia que contar y con miles de reflexiones sobre muy diversos temas que atender. Uno de los muchos ejemplos que podríamos poner al referirnos a las reflexiones incluidas en esa novela, es la cita que he dejado para hoy.
Se trata de lo siguiente: recientemente he andado por las calles de mi pueblo más bien poco, porque, ya lo he dicho, no he tenido tiempo ni para escribir, cuanto menos para dar un paseo. Todo esto a causa de los estudios, que ya empiezan a plantar cara, ahora que ya se divisan las expectativas de este curso, y también su dureza. Pero, en cambio, por donde sí he andado, y mucho, y alguna que otra vez se trataba de paseos de relax, es por la ciudad en la que estudio, cuyo nombre no voy a revelar porque no es estricta y absolutamente necesario para el caso (pues de lo que voy a hablar podemos encontrar infinitos ejemplos en cualquier lugar). Digo esto de que no he caminado por mi pueblo y sí por la ciudad porque es allí, en la ciudad, donde me he acordado una y otra vez de la cita que recogí aquel día.
Me explico. Camino por la calle, miro a un lado y a otro de la carretera antes de cruzar, espero que el semáforo se ponga en verde o que el coche de turno, en el mejor de los casos ocupado por un conductor decente y civilizado, me deje paso. Me siento en un banco después de haber cruzado la calle, dejo allí mi mochila, que, aunque no suele ir repleta hasta arriba de material escolar, buena compañera es. Desabrocho la cremallera del bolsillo grande y saco, para mi gusto y para gusto de algunos seres decentes, pocos, que tenemos en este mundo, un libro. Lo abro y, milagro, me pongo a leer, consiguiendo una dosis de tranquilidad y placer que en esos momentos nada puede proporcionarme. Y de repente, milagro de nuevo, aparece un pelotón de personas –aunque no sé si se les podría llamar así– cuya descripción tampoco voy a revelar –¿para qué? De poco servirá–, y cruzando por delante de mí, mientras yo leo, se me quedan mirando. El acto es reflejo: vuelvo la mirada desde el libro hasta los ojos del que me observa, para ver de quién se trata, y sólo descubro que aparece una sonrisa en su boca. Enseguida vuelvo mis ojos a su labor, la lectura, y noto los comentarios que acompañan siempre este tipo de mirada: míralo, lee, es un pringao, es un friki, etc.
Anoten los autores de estas frases, absurdas en cualquiera de los casos: no soy un friki, no soy un pringao, soy un hombre que ama la lectura, y que no se mete con los que no leen, y que no se mete, por ende, con los que leen, y que respeta a los demás. Se ve claro que ellos no saben respetar. Cuando cumplan diez años más, se darán cuenta de lo que están haciendo (o no, quién sabe, a este paso…). El mundo se está convirtiendo en una basura, y cada vez más en algo peor, cuyo nombre, perdonadme, tampoco voy a citar.
Me acordé en ese momento de la frase de Saramago, que, con gran ingenio, plasmó en aquella gran novela. Cuánto sabe este hombre, cuánto nos queda por aprender a nosotros, y cuánto a los otros.
“Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe”.
José Saramago