—Pensé que ya había amanecido—interrumpió Azucena mientras veía al exterior por la ventana—. La noche aún es oscura, sin luna. Lo unico que la hace bella es ésta hermosa lluvia de estrellas. Desde que era niña no veía una lluvia de estrellas.
El sacerdote y yo cruzamos las miradas sorprendidos, corrimos hasta la ventana haciendo exaltar a Azucena. En efecto, todo estaba completamente oscuro, volví mi vista hacía la pared donde yacía un reloj de manecillas indicando la hora.
—Pero solo son las 11:55 —dije.
—¿Acaso no puede haber lluvia de estrellas a las 11:55 de la noche? —dice Azucena, con algo de fastidio.
—No. No suele haber lluvia de estrellas a las 11:55 de la mañana —le espeta el padre Segovia.
El rostro de Azucena se envelve en pánico y se retira de la ventana como si deseara librarse de algún mal, nos lanzamos los tres caminando a toda prisa por el corredor central del templo, la sótana del sacerdote se movia agitadamente debido a las carreras del paso y él mismo con ambas manos quita la pesada tranca de la puerta colocandola a un lado, abre de par en par las dos alas de la puerta de la iglesia encontrandose con el exterior, una noche oscura con lluvia de estrellas en plena mañana. Se lograba ver lo mas cerca de gente correr por las aceras gritando algo inentendible, un viento ligero revoloteba nustros cabellos y hacia subir algunas hojas secas del suelo.
Autor: Martín Guevara Treviño
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