Ellas se alimentan de las almas de los humanos, no desean corrompernos, ni superarnos, solo desean perpetuarse, que su género no muera. El fin no justifica esos medios, nos matan para ellas vivir. Nos extraen el alma, nos vacían, nos aniquilan. Es una lucha entre especíes. Solo hay una forma de que mueran para siempre, arrancarles la cabeza. Dehaste de su nido procreador, su centro vital, su altar de fecundidad. De lo contrario se desatará como un virus mortal, y dañará a los humanos.
El sacerdote Bartolomé Segovia nos miraba como si dudará en proseguir con la lectura. La apariencia de Azucena a pesar de haber limpiado los golpes en la tienda de vinos, no ayudaba en gran cosa por las rasgaduras de su vestimenta, debido al penoso deshalojo de su establecimiento aún traia puesta la ropa de trabajo, que daba el parecido a una gitana.
—¿Podemos confiar en ella?—preguntó el padre Segovia.
Asentí a su pregunta, sì que podriamos confiar en una mujer desamparada que no nos causaria más daño que el que la muchedumbre afuera pudiera causarle a ella. El sentido común jamás nos permitiría abandonarla a su suerte, que para esa hora de agitación masiva todo desamparo la conduciria sin duda a la muerte en aquel fuego improvisado en el centro de la plaza. Y sólo rondaba mi cabeza aquella frase de la lectura, «…arrancarles la cabeza»
El padre Segovia se acomodó los anteojos que llebaba puestos y posando su mirada en las letras de aquel libro siguió la lectura en voz alta.
Autor: Martín Guevara Treviño
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