Ya para retirarme, en la oficina del Padre Bartolomé, éste me regalo un rosario, con la finalidad de protegerme de la maldad que comenzaba a aquejar a toda la ciudad, y que en parte recaía la responsabilidad en mi familia. Pero ese es un asunto que todavía falta por resolver. El Padre Segovia me notificó que mucha de la información la podría obtener de voz del Párroco Barrientos, pero tendrá que ser hasta otro día en que me pueda recibir cabalmente. El incidente de las lechuzas lo había indispuesto, por tal motivo ya no pude conversar con él. Así que dispuse una cita para el día siguiente, para aclarar todas mis dudas.
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Se cerró la puerta de la iglesia detrás de mí. Sobé mis brazos para mitigar el frescor y la ligera lluvia. Avanzando por la acera, bajo la llovizna, me infundió valor poder ver algunos vehículos que transitaban por la calle casi solitaria. Poco empapado de lluvia me decidí a emprender corriendo el camino a casa. Algo dentro de mi me desesperaba, tenía miedo. En eso estaba cuando para mi sorpresa vi a una mujer rubia totalmente mojada parada en una esquina de la avenida. Me miraba directamente sin pronunciar palabra, se trataba de la joven del cabello de luz que vi en la tienda de vinos la tarde anterior.
Sigo corriendo hasta llegar frente a la puerta de mi casa. Penetro en la sala, consiguiendo exhalar bocanas inmensas de aire. Simona en pie frente a mí, angustiada, mientras el agua de mis ropas se escurría sobre el piso.
Autor: Martín Guevara Treviño
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