La oscuridad comenzaba a caer y fue el momento apropiado para despedirnos y marchar a casa. En el trayecto, aún sobre el taxi, Simona y yo platicamos de los recuerdos que nos trajo el volver a aquella vieja casa del río, donde habíamos pasado algún tiempo al lado del tío Camilo. Ella, la vieja Simona si que conocía a fondo la historia del tío. Ella que vivió a su lado, desde que su madre era parte de la servidumbre y ella apenas una adolescente. Toda una vida cerca de la enigmática figura de aquel hombre que se compadeció de dos huérfanos, mi hermana y yo, los hijos de su hermano menor después de la muerte de éste en un trágico accidente. Desde entonces, nosotros, los huérfanos, convivimos con aquel viejo tío soltero, como si fuera nuestro padre. Durante el trayecto de memorias, Roberto sólo escuchaba, pues él no existía en esa historia de evocaciones que fuimos aflorando. La mirada de él se perdía entre las imagenes que se desdibujaban al paso del vehículo en el exterior, ni siuiera puedo asegurar que nos escuchaba.
Nuestra casa nos esperaba. Simona y Roberto se dirigieron a sus quehaceres, mientras yo me dispuse a seguir leyendo un libro de Carlos Monsivais. No pude lograr la concentración en la lectura, algo inquietante se apodera de mis pensamientos. La intranquilidad sin explicación me hace levantarme de mi asiento, abandonando el libro de mis manos. Busco refugio en la ventana, que abro para que el viento envuelva la atmósfera de la sala de estar.
Autor: Martín Guevara Treviño
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