Se escuchan los pasos de los agentes federales, o tal vez sean militares, las corporaciones se han unido para realizar ésta masacre, una autentica y dicho literalmente: cacería de brujas. Se mueven en dirección al norte con su arma en mano y sus linternas provistas.
Algo se mueve con lentitud, la falta de luz me ahoga la vista, pero no puedo equivocarme, es un bulto color blanco y algo vuela sobre el. Trato de acercarme despacio pero un golpe repentino me hace caer entre la sangre del suelo, lo cual acrecentó mis miedos provocandome un grito. Al fin logré reconocer a la persona que ha chocado contra mí en sus prisas, un sacerdote, embutido en su sotana. Clavó los ojos en mi rostro y trató de sonreír al ver mi bata de médico, ahora manchada por doquier de la roja sangre. No dejó de dibujar su risa, una risa como de locura, tenía una mirada que reflejaba trastorno. No dío mucho tiempo y se fue corriendo, alejándose de mí. Continué mi camino hacia aquél misterioso bulto, conforme me acerco logro distinguir bien. ¡Santo Dios!
Una niña atemorizada, en el rincón de una destrozada vivienda, al aproximarme una lechuza voló del lugar y me agache para observar de cerca el rostro de la pequeña. Andará por los cinco años, delgada y morena, su rostro dibuja el espanto, su desgastado vestido azul con puntos blancos que enmarcaban su delgada figura, la hacían verse débil, se refugia abrazando fuertemente un libro ancho, que se ve viejo y apolillado, con pastas duras y en color negro. Cuando le he sonreído solo se limitó a expresar:
—Regálame la vida—.
Autor: Martín Guevara Treviño
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