Nunca supo despegarse a tiempo del espejo en el que constantemente, sin cesar, sin arrepentirse, sin pensar en lo que podría acarrearle, se miraba, se contemplaba y notaba cómo su rostro iba poco a poco, a medida que el tiempo fue pasando, envejeciendo, arrugándose y estropeándose ante los días sucesivos de su vida. Nunca quiso hacer caso a los que le dijeron que debía fijarse más en los demás que en sí mismo, que en esta vida, y quizá en la otra, y quizá en la siguiente y en todas las que nos toquen vivir, lo más importante era mirar con buenos ojos al resto del mundo, para que el mundo, después de sentirse observado, contemplado y admirado por tus propias pupilas, pudiera acometer una mirada furtiva y compasiva ante la figura que ahora, incesante e incansablemente, estudia detenidamente las imperfecciones de su piel ante un reflejo indigno de sí mismo. Si hubiese sabido que le habría merecido la pena mirar a los demás, a estas alturas quizás le habría dado tiempo a arrepentirse. Pero el recuerdo es caprichoso, el narcisismo también, el egoísmo más aún que lo anterior, y la imagen de uno mismo, vista en el reflejo más puro e inequívoco de un espejo, es golosa.
No pudo recuperar el tiempo perdido, tuvo que resignarse a llevar, durante el resto de sus efímeros días de contemplación absoluta, el mismo procedimiento cotidiano: encender la luz del baño, arrastrarse como un zombi hasta el espejo, mirarse, desearse, hundirse en la miseria de sus propios defectos y defenderse, ciegamente, echando mano de sus riquezas y sus falsos logros.
“Sustituir el amor propio por el amor a los demás es cambiar un tirano insufrible por un buen amigo”.
Concepción Arenal