Como un perro enfermo la encontré tirada en la calle, a solas con su corazón, a solas con sus confidencias, los ojos anegados en lágrimas y los ropajes rasgados por la ansiedad de alguien, ajena por completo a la suya, que la hizo cometer locuras innombrables. Y cuando la vi, y cuando me vio, y cuando nos vimos, todo pareció detenerse a nuestro alrededor, todo pareció sumido en una pausa constante y completa, como si de una película, de una cinta de vídeo se tratase. Y cuando todo se paró y pudimos vernos, y pudimos mirarnos y pudimos contemplarnos detenidamente, descubrí en su invisible sonrisa, no más que una mueca de dolor y agonía, un invariable tono de amistad concebida en un instante y con un único destino, yo, que estaba allí de pie, contemplándola, mirándola, viéndola, el tiempo y la atmósfera parados, la ansiedad calmada, la ropa retejida, el rostro seco y sereno, en compañía con una confidente que estaba tomando prestado mi corazón, ambos en la calle, la lluvia y el tiempo amenazando, hasta que todo volvió a la normalidad, a nuestro alrededor volvió a cobrar vida el gentío, y la noche empezaba a dar comienzo. Yo que creía que ya había terminado, y era ahora cuando estaba empezando, y era entonces cuando me di cuenta, ensimismado ante lo que veía, de que aquella morena de vestido morado y piel clara, tersa, como la cera, estaba refugiando su herida y volcando en mí mismo sus llantos, sus pesares, sus penas. Yo también me sentí mejor después de lamerme la herida…
“El enfermo de amores siempre hace lo mismo: busca un lugar solitario donde lamerse la pata herida”.
Luis Landero (Juegos de la Edad Tardía).