Se abrazaban, cada vez más fuertemente, y no querían separarse nunca más en sus vidas. Aquella situación era tan placentera para ambos, sentados en la orilla de la playa, con el corazón bombeando sangre caliente, acariciándose el uno a la otra, la otra al uno, que no querían que se terminara. Él sabía que habría de terminarse el momento, porque todo no puede durar eternamente, incluso el amor. Ella sabía, también, que tenía que despedirse en cuestión de minutos, pero no estaba dispuesta a dejar a su amor allí, en aquella orilla, tirado, solo. Ninguno quería despedirse, por eso se habían abrazado con tal fuerza. No querían dejar de verse, aun a sabiendas de que al día siguiente, como todos los demás días venideros, se verían las caras y se volverían a abrazar, y ocurriría entonces lo mismo que ahora estaba ocurriendo, no querrían despedirse, no querrían separarse, tratarían, de todas las maneras posibles, aprovechar el amor que tenían y el tiempo, largo, infinito, del que disponían.
Entonces, se besaron, dieron varios revolcones sobre la arena húmeda del anochecer, y se decidieron a levantarse. Comprendieron entonces que el amor dura lo que tiene que durar, que siempre es eterno si ambos se quieren, y ése era el caso de aquella pareja más o menos feliz, que volverían al día siguiente a abrazarse, a besarse, a darse todo su amor hasta que el tiempo se consumiera por completo delante de sus ojos. Enamorado él, enamorada ella, enamorados ambos, retornaron a sus hogares, recordando una gran cita.
“El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos”.
Octavio Paz.