“A cada momento que pasa, mi final mejor se divisa”. Es eso lo que debía de pensar Amadeo, al que le restaban unas horas para recorrer el pasillo de la muerte. Hacía varios años había estado presente en varios crímenes, en los cuales nunca participó, pero siempre lo acusaron.
Siempre me recordó al famoso John Coffey, cuyo nombre sonaba como el café pero se escribía diferente, el mejor personaje que creara Stephen King. Era grande como él –aunque no de manera tan exagerada–, moreno y calvo, y no parecía demasiado listo. A diferencia de aquél, no gozaba de poderes.
Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, mirando más bien al vacío que a la pared contigua, pues su mirada estaba algo perdida. Supongo que meditaba, o rezaba, o se arrepentía de lo que había –en realidad no había– hecho. El caso es que las horas se consumían como se consumen los sorbos de un café caliente, y el chico daba muestras de ansiedad. Podía tener unos treinta años y estaba completamente en forma, era un chaval. Pero su agonía no lo salvaba de la ansiedad por muy cachas que estuviera, y cuando menos me lo esperaba –yo, que estaba vigilando con menos ganas que un profesor solo en las pistas del patio del colegio en pleno recreo– una gota de sudor cayó sobre su frente y se deslizó hacia sus labios, sin librarse antes de pasar por la nariz regordeta que tenía el preso agonizante. La sorpresa fue mayor para mí que para él, pues pude ver que la gota de sudor siguiente se enrojecía, que la próxima salía más roja y que el resto de sudores correspondían a una lluvia de sangre que le caía desde la frente y le bañaba hasta la camiseta beige con un tigre en la espalda, que no tardó en tornarse también de un tono rojizo.
—Eh, chico, ¿qué te ocurre? —pregunté, pero no obtuve respuesta alguna. El moreno estaba casi desmayado –o muerto, pensé– y no respondía a las llamadas de atención. Sentado en el suelo aún, comenzó a dar convulsiones que me alarmaron de tal manera que hasta las lágrimas se me saltaron, a pesar de haber visto todo lo que se puede ver en el corredor de la muerte –en la milla verde de King–.
Cada vez eran más fuertes las convulsiones que atacaban a Amadeo, cada vez con más fuerza, cada vez con más maldad. Amadeo se volvía de un color pálido, marcado por el color rojizo de su sudor, y sus ojos se tornaron completamente blancos. Corrí a abrir la celda mientras llamaba a mis compañeros para que me echaran una mano, pues con esos tipos, aun estando en las peores condiciones ellos, había que tener cuidado por si se trataba de una simple –y, sin embargo, letal– broma. Pero no, esta vez no se trataba de una broma: quedaba una hora para el momento en que debía abandonar su celda para nunca volver, y el preso estaba agonizando de saber que llegaría ese momento. Cuestión de veinte minutos para que el moreno se despejara y dejara de pegar esas convulsiones y de sudar sangre –así es como lo identificamos, pues habíamos escuchado alguna vez que Jesucristo sudó sangre la noche antes de su crucifixión, y yo no soy religioso, pero aquella situación se parecía en mucho a la nombrada–, volviendo su color más a la normalidad, a su tono oscuro, y su camiseta beige, que ya estaba manchada de rojo, simplemente se secó, buena señal para nosotros de que el futuro heredero del trono eléctrico estaba mejorando.
Pasada media hora, tuvimos que levantar a Amadeo casi a peso muerto para sacarlo de su celda.
—Amadeo, colabora con nosotros y será más fácil. Ten fe— dije, a pesar de mi agnosticismo práctico.
Cruzábamos el corredor de la muerte mientras los demás presos que próximamente sufrirían la misma –o semejante– situación a la que había vivido e iba a vivir Amadeo lo miraban, algunos con muestra de tristeza y otros con muestra de indiferencia. El pasillo me resultaba eterno, supongo que al igual que al agonizante, pero al final todos logramos resistir la presión y cruzarlo hasta el final.