Sí, la vida es así. Es una lluvia de atardecer. Para algunos es una lluvia de noche, pero en ésas se duerme bien –de modo que algo bueno tiene–. Las lluvias al atardecer no dejan salir de casa, y si dejan salir es bajo un paraguas de optimismo. El paraguas se puede romper, como también podría cesar la lluvia en cualquier momento, pero a veces resulta más gratificante –o más conveniente, podría decirse también– quedarse en casa y así no arriesgarse a que el paraguas –o sea, el frugal optimismo– se rompa o que la lluvia –la vida– cese. Mejor sufrir una tormenta en casa.
Ya se dijo que la vida es un valle de lágrimas. Ya se dijo que la vida es fugaz. Todo eso ya se dijo. La vida es, en definitiva, una lluvia que cae desde el cielo y llega hasta el punto máximo que puede alcanzar: el suelo. Nosotros nos encontramos en el suelo y –dicen por ahí– cuando morimos vamos al cielo, justo lo contrario que las gotas de agua que reclama el seco suelo del mundo. ¿Qué quiero decir, pues, con que la vida es una lluvia, si la lluvia termina en el suelo y nosotros terminamos –se supone– donde empieza la lluvia? Pues será el ciclo vital. Pero ¿no es esencial la lluvia para que la tierra germine? ¿No es esencial que llueva para que podamos beber, para que podamos producir líquidos que lleven en su minoría –cada vez más pequeña– una mínima porción de agua? Así es la vida. Necesaria como el agua, y por eso es como la lluvia.
Necesitamos vivir para crecer, necesitamos crecer para vivir, necesitamos agua para crecer y para vivir, y el agua necesita caer y subir de nuevo, como necesitamos nosotros –los seres vivos en general– caer y subir. Caer en grandes agujeros de oscuridad cuando el paraguas se ha roto y hay que arreglarlo, lo que cuesta una eternidad. Subir de esos grandes agujeros oscuros cuando nuestro paraguas se ha vuelto a abrir y lo hemos apartado para que la felicidad del picor del agua nos impacte en la cara. Seríamos entonces, pues, valientes, ya que contemplaríamos el mundo cara a cara, como no lo hace mucha gente.
Está nublado. Hace frío. Eso indica que va a llover. Eso indica que hay que prepararse y no quedarse en casa viendo una película o leyendo un libro –benditos momentos ambos–, sino abrir la puerta y mirar al exterior. Veréis entonces que hay algo fuera, algo realmente interesante que no se encuentra en el sofá y que es, además, de todos –para algunos por suerte y para otros por desgracia, pues a más de uno le sobra esta propiedad, y a más de uno, en cambio, le falta–, es, entre otras cosas, el mundo. “Mejor fuera que dentro” es un dicho y es un hecho.
Salid a la calle. Tomad un paraguas resistente y apartadlo de vuestra cabeza cuando el agua golpee con todas sus fuerzas. Sentiréis el impacto de la naturaleza en vuestra cara. Sentiréis frío, humedad, miedo de enfermar o cualquier otra sensación. Pero sentiréis, ante todo, lo que el hombre ha buscado siempre y siempre buscará: libertad.