Diez minutos eternos, a gusto del intérprete. Sin embargo, diez minutos fugaces a gusto del público, pues la obra había salido bastante bien cuando el joven pianista separó definitivamente las manos del piano, llenando con ello la sala de un breve silencio que fue seguido por una gran ración de aplausos entusiasmados. “Lo he hecho bien, no me lo creo”, pensaba el muchacho cuando se levantaba y se disponía a saludar.
Se levantó de la banqueta y, antes de dirigir su cuerpo hacia abajo e inclinarse en forma de reverencia para saludar y dar las gracias por aquel fabuloso aplauso que estaba viendo y oyendo, miró al fondo del auditorio, y encontró lo que en su vida hubiera imaginado. Tras la grada, apoyado en la pared y aplaudiendo con rostro de orgullo, estaba el señor que fue su primer profesor de piano, hacía ya de eso ocho años. El muchacho se emocionó al ver tal figura al fondo de tanto barullo de gente, y bajó rápidamente su cuerpo para saludar, mientras con su mano derecha se secaba las lágrimas que se habían saltado sin querer de sus ojos. Al levantarse –como muchos otros– disimuló sus lágrimas pasándose la mano por la cara y echándose la melena hacia atrás.
Tres golpes secos y satisfactorios fueron los que sintieron sus pies al bajar por la pequeña escalera que conectaba el escenario con el patio de butacas. Ya no hablaba consigo, ya no se arrepentía de estar allí, ya no estaba nervioso por ver qué pasaría –pues ya lo había visto, y había sido satisfactorio–, ya sólo pensaba en una cosa: estaba ahí, viéndome tocar. Se acercó al ex profesor y le dio un abrazo con todas sus fuerzas.
—¿Qué pasa, chico? Te he visto tocar. Has estado fenomenal. Sabes que siempre me gustó tu interpretación de la obra de Mozart.
—Lo sé, pero esta vez no estaba seguro de que fuera a gustar al público, pero mira qué efecto ha tenido. Estoy asombrado. Soy otro, ya no soy el que subió al escenario, sino el que ha bajado más feliz que nunca. —El joven estaba emocionado, con lágrimas en los ojos, de modo que lo único que pudo seguir a ese comentario fue: —¿Salimos fuera y me da un poco el aire?
Cuando hubieron salido y ya se escuchaba la interpretación del siguiente pianista tocando una obra que el muchacho no conocía, se sentaron en un banco y comenzaron a charlar. El profesor estaba preparándose sus oposiciones y le ofreció escuchar una de las piezas que iba a tocar en el futuro examen. Buscaron un aula donde hubiera un piano libre, de cola a ser posible, y al cabo de un rato de espera el conserje apareció con una llave y les dijo que subieran dos plantas y que fueran al aula 3.
El piano sonaba exquisito. L’isle joyeuse parecía que la interpretaba el propio Debussy, pero no, era el profesor de Josep quien ejecutaba esa obra de tal dificultad que ni el propio Claudio Arrau –exagero, evidentemente– pudiera interpretar. De cualquiera de las maneras, a Josep le gustaban los movimientos de las manos del profesor y su hipnosis fue inmediata. Esa imagen, esa impresión, ese momento quedarían en su mente grabados hasta el fin de los días: estaba escuchando a un pianista de verdad, su profesor, su mentor, su… amigo.
Josep no, tú sí que lo has echo bien aunque no lo creas =P lo has echo sin que nadie lo note, eso es lo mejor =D
Por cierto sí que tienes imaginación. Al fondo del auditorio estaba yo, no ningún profesor. Y también estaba y estoy orgullosa de ti. Un beso. ¡Te quiero!