¿Por qué casi nadie se acuerda de lo vivido en sus primeros años de existencia? No lo sé. Lo único realmente cierto es que aunque mis mayores insistan en que es imposible que yo pueda recordar acontecimientos en mi época de 2 y 3 años, sí logro hacerlo.
Recuerdo que en la época de mi infancia, la familia pasó por un momento económico difícil, y tuvimos que irnos a vivir a casa de mis abuelos. La estancia en dicho hogar duró alrededor de tres meses, meses en los cuales acontecieron sucesos extraños que afectaban, creo yo, directamente a mi persona…
La vida en esa casa era solitaria, ya que los abuelos vivían solos; sin siquiera un niño cerca del vecindario, mi pasatiempo favorito era jugar con mis carritos y de vez en cuando atrapar hormigas bajo las corcholatas de coca-cola, nunca faltaba quien me dijera que las hormigas iban a ir en la noche a molestarme mientras durmiera, pero aún así, yo seguía jugando con esa tortura infantil hacia esos insectos.
Una tarde en que el sol hacia arder la piel, yo jugaba en el ancho patio de los abuelos, donde la tierra se reflejaba en un blanco brillante gracias al astro rey, los hilos en movimiento sobre la candente tierra formados por las hormigas, llamaban mi atención y atraía mis carritos lo mas cerca posible a ellas, en la ausencia de otros niños, las hormigas se convertían en el único ser viviente aparte de mí, dentro de mis juegos.
Por las mañanas después del almuerzo, por lo regular era cuidado por mis abuelos, y siempre antes de salir a jugar tenía que estar a su lado aprendiendo algo, unas veces las vocales que mal que bien me sabía y otras veces recitando colores o contando mis números salteados conforme la abuela colocaba cantidades de palillos para los dientes que la hacían de mi ábaco.
En una ocasión en que jugaba con mis carritos y por muy raro que parezca, ese día yo no jugaba con las hormigas, una voz desconocida me decía como en complicidad “Vamos a quemarlas”, trate de buscar de quien era esa voz y a mi alrededor no había nadie, al continuar jugando pude sentir su presencia, más no logré nunca verle, y pronunciaba lo mismo: Vamos a quemarlas.
A partir de entonces esa sensación extraña que se podía comunicar conmigo, se convirtió en mi amiguito de juegos, yo no podía verle, pero tampoco le temía, era mi amigo. Al paso de los días los mayores empezaron a notar lo extraño de mi comportamiento, ya que yo sostenía conversaciones con un ser inexistente. Fue entonces que en pláticas confesé que mi amigo invisible jugaba a diario conmigo, incluso que su nombre era el de Yanoda, Anona o algo así, para ser honestos hoy en día no recuerdo el nombre exacto. Mis mayores reían siempre con mis confesiones, mas sin embargo yo estaba conciente de que era realidad.
Autor: Martín Guevara Treviño