“Al día siguiente no murió nadie”. Es el comienzo de una novela increíble que me ha cautivado por completo, un libro ingenioso, como tantos otros, del gran José Saramago, escritor al que, como sabrán ya a estas alturas, aprecio y admiro bastante. Pensaba que la mejor novela que había leído de Saramago era Ensayo sobre la ceguera, pero creo que esta, titulada Las intermitencias de la muerte y con una reflexión sobre la vida y la muerte bastante interesante, me ha gustado más en muchos aspectos. Creo que ambas son obras geniales, pero esta ha logrado cautivarme con otros recursos diferentes.
En un país cuyo nombre se desconoce por completo, la muerte deja de aparecer y la gente deja repentinamente, y sin saber por qué, de morir, lo cual causa gran euforia desde el principio, una felicidad propia de aquellos que piensan que ojalá la muerte no existiese, que ojalá la gente dejase de morir y todos viviéramos felices; pero con el paso del tiempo querrán volver a la situación inicial, pues si bien la gente ha dejado de morir, no ha cesado el paso del tiempo, por lo que los ancianos están condenados a vivir una vejez eterna, desgastándose naturalmente y perdiendo las capacidades que se llegan a perder a la edad más avanzada de la vida, y los enfermos, por su parte, desearán la muerte por encontrarse en tan mal estado que desean abandonar la vida, hartos ya de sufrir. Los hospitales empiezan a llenarse hasta arriba, siendo incapaces los médicos de atender a sus pacientes y de distribuir adecuadamente las camillas en las habitaciones, ni siquiera en los pasillos. La solución que muchos verán a esta situación será sacar a la gente fuera del país, donde sí se pueden morir, y dejar que esto suceda. Pero un buen día, o más bien malo, la muerte regresa, y entonces se produce el peor desequilibrio.
Un libro cargado de mensajes sobre la vida y reflexiones sobre qué es verdaderamente la muerte, una filosofía deliciosa cargada con la prosa tan típica del escritor portugués, con ese narrador tan al borde de la narración, tan distante del propio escritor como del lector, tan bien utilizado, tan sincero y tan ameno, que nos sumerge en la historia mucho mejor que cualquier narrador omnisciente, pues siendo tal, se presenta como si fuese un lector más, un contador de historias, un juglar.
Con todo, lo que más me ha impresionado, además de la excelente idea de la que parte el autor para contar una historia antes nunca vista —creo—, es la forma de darle “vida a la muerte”, aunque pueda sonar algo paradójico. Esta forma de darle vida a la muerte consiste en hablar de ella como un personaje más, tratar de consolarla poniéndole la mano en el hombro, acercarse como a un amigo más. Es un dato ingenioso que ha influido mucho en que la novela me cautivase. Una deliciosa lectura, con todos los factores necesarios para mi gusto: reflexiones, profundos diálogos, narración espontánea y críticas a ciertos aspectos sociales de gran relevancia con relación a la vida y la muerte. Muy buen libro, bajo mi punto de vista. Lo recomiendo con firmeza.