Durante el año 1846 Sarmiento viajo a Paris, su viaje duro tres años, además de en esta ciudad paso por otros países como Estados Unidos. En este entonces se dedica a escribir diferentes artículos e informes pero su actividad más importante es ser un pasante desocupado y sobre todo feliz.
“El español no tiene palabras para indicar aquel far niente de los italianos, el flâner de los franceses, porque son uno y otro su estado normal. En Paris esta existencia, esa beatitud del alma se llama flâner. Flâner no es como flairer, ocupación del ujier que persigue a un deudor. El flâneur persigue también una cosa que él mismo no sabe qué es; busca, mira, examina, pasa delante, va dulcemente, hace rodeos, marcha y llega al fin… a veces, a orillas del Sena, al bulevar otras, o al Palais Royal con más frecuencia. Flanear es un arte que sólo los parisienses poseen en todos sus detalles y sin embargo, el extranjero principia el rudo aprendizaje de la encantada vida de Paris por ensayar sus dedos torpes en ese instrumento del que sólo aquellos insignes artistas arrancan inagotables armonías. El pobre recién venido, habituado a la quietud de las calles de sus ciudades americanas, anda aquí los primeros días con el Jesús en la boca, corriendo a cada paso riesgo de ser aplastado por uno de los mil carruajes que pasan como exhalaciones, por delante, por detrás, por los costados. Oye un ruido en pos de sí y echa a correr, seguro de echarse sobre un ómnibus que le sale al encuentro; escapa de éste y se estrellará contra un fiacre si el cochero no lograra apenas detener sus apestados caballos por temor a pagar los dos mil francos que vale cada individuo reventado en Paris. El parisiense marcha impasible en medio de ese hervidero de carruajes que hacen el ruido de una cascada, mide las distancias con el oído, y tan certero es su tino, que para instantáneamente una pulgada de vuelo de la rueda que va a pasar, y continua su marcha sin mirar nunca de costado, sin perder un segundo de tiempo.
Por primera vez en mi vida he gozado de aquella dicha inefable de que sólo se ven muestras en la radiante y franca fisonomía de los niños. Je flâne, yo ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta soledad de Paris. Ando lelo, paréceme que no camino, que no voy sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los bulevares.
(…) Por otra parte, es cosa tan santa y respetable en Paris el flâner, es ésta una función tan privilegiada, que nadie osa interrumpir al otro. El flâner tiene derecho a meter sus narices por todas partes. El propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Usted se para delante de una grieta de la muralla y la mira con atención no alta un aficionado que se detiene a ver qué está usted mirando; sobrevive un tercero y si hay ocho reunidos, todos los pasantes se detienen, hay una obstrucción en la calle, atropamiento.
Este artículo cuenta con un fragmento extraído de “Viajes de Europa, Africa y América” de Sarmiento. Para más datos podes leer la Revista Ñ.