Detengo en mis manos la fotografía de mis padres, ambos abrazados y sonrientes. Siempre lo dije, Carolina se parece mucho a mi madre, su cabello largo y de un negro azabache, el rostro sonrojado y los ojos grandes. Su cuerpo esbelto, del cual no dudo se sintió orgullosa, siempre amante de la gimnasia. En cambio mi padre siempre fue de un carácter duro, su rostro mismo marcado por esas arrugas en la frente y de muy pocas sonrisas, sus ojos pequeños y sus cejas pobladas, con su cara redonda.
Aun recuerdo esos recorridos a la escuela, cuando niño, y mi padre me dejaba en el portón escolar, mientras él continuaba su trayecto a su trabajo. El negocio familiar, la tienda de vinos, que en alguna época de su juventud cobró gran auge, hoy en día, y en días de mi infancia, solo sirve para pasarla desahogadamente en nuestro nivel de vida. No me quejo, después de dejar la medicina, ha sido mi sustento. La tienda de vinos es un espacio importante en la familia, la distracción ocupacional que hace falta para no volverse completamente loco con esta vida.
La repentina entrada de la vieja Simona, en el lugar, me hizo sobresaltarme un poco. Me observó con detenimiento al ver que me encontraba con la fotografía de mis padres en las manos. La vieja Simona, con sus ropas de dormir, sacrificando su descanso por atender mis pesares.
—¿Te sientes bien? —preguntó—. ¿Porqué has venido a está habitación?
—Me siento un poco mal, Simona. Necesito ayuda.
Autor: Martín Guevara Treviño
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