Tirados boca abajo y con el rifle entre las manos escuchamos un sermón incomprensible, como si el sacerdote que está parado ante el altar hablara en otro idioma aun no inventado. Somos muchos los hombres que nos encontramos en ese lugar tan tétrico, el sacerdote levanta la hostia hacia el cielo con ambas manos y sigue hablando algo incomprensible. Poco a poco vamos formando dos líneas en el centro del lugar como se acostumbra para tomar la eucaristía, cuando llega mi turno esos ojos de fuego me penetran la mirada y coloca varias hostias en la bolsa de mi camisa, junto al corazón. No puedes fallar. Son las únicas palabras que logre entender. Una ansiedad se apodera de mi ser, una necesidad de huir y defenderme, escucho pasos, si, es el caminar de mucha gente, hombres que se acercan a paso firme, casi lo discierno, es el claro sonido de las botas militares contra el suelo, un pelotón completo se aproxima. Es la guerra, otra vez la masacre se acerca.
Al incorporarme y quedar sentado sobre mi cama, pude sentir el líquido helado que escurría desde mi frente, estaba sudando frío, me puse en pie tratando de calmar un poco mis pensamientos desordenados. Frente a la ventana trato de contemplar el exterior pero me es imposible, la lluvia torrencial choca contra el cristal de mi ventana bloqueando la visión, la tormenta sigue sin aminorar su poder.
Salgo de mi recamara con la finalidad de tomar un vaso con leche para tranquilizar mi ánimo.
Autor: Martín Guevara Treviño
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